Pero es que vean si no, cuánto tiempo se nos va en esperar, en planear, en anticipar. Si quisiera hacerse la moraleja visual, sería un poco como esa fumadera imaginaria de la otra tarde, bajando del suburbano: imaginen una estación de trenes, con los vagones abandonados y los andenes llenos de gente sentada, esperando, sin darse cuenta de que la plataforma en la que están tiene ruedas y va por sus propios rieles.
También están las esperas poéticas, de cuando te mueres de ganas de ver a alguien y estás temprano en el lugar de la cita, intentando hacerte el casual mientras el mundo pasa alrededor y tu esperas, esperas y-si eres un poco como yo- te malviajas y comienzas a imaginar un horrrendo accidente de tráfico o una retorcida historia de indecisiones. La angustia, sin embargo, cesa cuando miras a tu alrededor y de pronto los descubres (a veces más, otras menos dependiendo de que tan originales hayan sido para elegir el lugar de encuentro): cara de circunstancia, aire de nada, revisión compulsiva del reloj, el celular, el cabello. Son tus compañeros de penelopez, la comunidad efímera de los esperanzados, a la que perteneces en lo que no llegue tu viaje a llevarte a otro lado. Mientras tanto, tú y todos ellos estarán haciendo el recorrido lento, casual, de los alrededores, cual auténticos ventiladores con el botoncito apachurrado.
Cada que estoy en una de esas situaciones me encanta ponerme a ver a los vecinos esperanzados; intentar adivinar exactamente a quién esperan y sorprenderme cuando el susodicho llega y se ven sus caras cambiar, abrirse y ¡milagro! resulta que pueden hablar y sonreír, o en algunos casos, que son de la extraña especie de los prácticos, e iniciar una discusión urgente sin entrar en protocolos previos. La otra tarde, cuando esperaba a la Tat en Bellas Artes (lugar nada original y por ello muy entretenido) me puse a observar a la chica de al lado, que a todas luces era de la comunidad, como evidenciaba el paquete de galletas que sostenía sobre sus piernas, mientras torcía y destorcía compulsivamente su lacito. Ejem, claro, la chica además tenía bellas botas, bello abrigo, bellas piernas y un pelito rubio despeinado-pero-porque-soy-interesante, así es que no fui la única en fijarme en ella y al poco rato llegó un tipo con una cámara y le tomó fotos para no me acuerdo qué revista. Es que hay esperas que se vuelven fotogénicas.
Y bueno, mientras los otros se van salvando a tu alrededor, y ves sus caras metamorfosearse de sus defensas contra soledad hacia las caras de estúpida felicidad que todos los encuentros tienen (véanse si no las salas de llegada de aeropuertos y otras estaciones, tan llenas de amor contagioso), puedes pasar tu tiempo aún sintiendo complicidad con los que se quedan, apostando silenciosamente quién será el primero en salir o inventándote el capítulo previo que llevó a que estos recién encontrados de al lado se estén gritando a los 0.5 minutos de haberse visto, o el capítulo siguiente del encuentro de la chica linda y sus galletas con el ñango de traje que viene corriendo porque de seguro llegó tardísimo. Si es que me esperas a mi, ¿me los podrías contar cuando llegue?