diarios de viaje

-En la Northface de 72nd street and Broadway, NY. 6 de diciembre 2011-

Oldschool styling meets newschool materials.
Ésa parece ser la esencia de nuestra época, de nuestra civilización occidental. Desencantados con el toque impersonal que la modernidad le ha dado a todo, volvemos la vista hacia las viejas, queridas, afectivas formas que la memoria ha consagrado como parte de una vida en la que -imaginamos recordar- todo era más seguro, quizás por ser más sencillo.

Todo eso sin renunciar, claro, a la tecnología: los nuevos materiales, la practicidad de nuestro tiempo y de nuestros gadgets más adorados.

Es como encuadernar en el más bello estilo dieciochesco a un Kindle...y júralo que habrá estuches de kindle, iPad o lo que sea que se vean como libros antiguos.

Queremos la practicidad de lo nuevo, y volver a la belleza cálida de lo antiguo. Queremos, aparentemente, todo. La nuestra es una civilización que se rehúsa a renunciar, que no sabe cómo.

"Disfruta desconectarte sin perder la conexión", reza un anuncio del metro para el internet inalámbrico, y una vez más se resume todo en una gran paradoja. Cambio y permanencia. Liberación sin perder contacto. La era de los oxímoron, tal vez.

¿Pero por qué nos cuesta tanto elegir sólo una vía? Ésta no parece ser época para puristas, sino más bien para aquellos que están en paz con el hecho de ser una contradicción andante.
El New Age es otro ejemplo de lo mismo, con su manía por tomar "lo mejor de tantas creencias espirituales"...sin comprometerse realmente con ninguna, claro está.

Toda elección -sigue sonando en mi cabeza- implica varias renuncias. Pero en éste, el país del consumismo; en la época en la que la capital del mundo ES el país del consumismo, se nos ofrece la mágica posibilidad de no elegir.

You can have it all: practicidad y belleza, modernidad y nostalgia. Lo mejor de cada tradición, de cada pueblo, sin tener que fletarte las consecuencias feas. Es una promesa tan llamativa como las luces de Times Square, y sin embargo, no puedo evitar preguntarme que hay detrás; qué nos estamos perdiendo al evitar los tragos amargos.


IMPACTANTE HALLAZGO PODRÍA CAMBIAR EL FUTURO DE LA COMIDA

Los carbohidratos existen por una razón, aseguran científicos tras minucioso y polémico estudio.


Científicos de la Universidad del Rancho Tamales, en colaboración con el ICP (instituto culinario purista) y la Organización Gubernamental Por el Derecho de las Grasas, dieron a conocer sus más recientes descubrimientos en una impactante rueda de prensa que estremeció a las agencias noticiosas del mundo entero.


Al parecer, este equipo de trabajo internacional, coordinado por el Dr. Ruben Stanislavsky, obtuvo resultados en sus experimentos e inquisiciones que indican que las calorías son un elemento que tan sólo mide aquello que se encuentra naturalmente en la comida, pues representan la medida del aporte de energía que el cuerpo recibe al ingerir determinado alimento. Esto llevaría a concluir que recibir estas calorías no es, como se ha temido anteriormente, una fatalidad, digna de ser evitada mediante el consumo selectivo de alimentos desarrollados especialmente para ser "libres de calorías". El equipo, instalado en Rancho Tamales desde hace ya 10 años, fue aún más lejos al proponer que quizás el recibir calorías era una de las funciones principales de comer, y que la incorporación de grasas, azúcares y carbohidratos a nuestro organismo formaba parte de un misterioso proceso que por el momento denominan "alimentación", y que puede estar relacionado con la supervivencia misma.


"Las calorías han sido para todos una fuente de angustia colectiva, acechando en el fondo de cada bocado; pero algo durante mi doctorado en nutrición me llevó a albergar la sospecha de que tenían algún tipo de utilidad, puesto que si no probaba bocado, algo en mi interior no funcionaba bien"-confesó el Dr. Stanislavsky durante la entrevista con los medios-"Es evidente que nuestro descubrimiento puede tener muchas consecuencias drásticas, como el levantamiento de la prohibición de la nata, o la revaloración de alimentos tan peligrosos como los sopes, chalupas y pambazos, que llevan años sembrando terror en México. Debemos estar preparados"-comentó, avanzando incluso la confidencia de que su equipo había experimentado valientemente en sus propios cuerpos, mediante el consumo de alimentos preparados a base de manteca, sin que hasta el momento se detectara algún deceso.


Si sus hallazgos son confirmados por otros centros de investigación en el mundo, esto podría tener una repercusión mucho mayor de lo que cualquier pronóstico pueda avanzar por ahora, pues a largo plazo, significaría que el comer cosas grasosas, dulces o sin reducción industrial de algún tipo, no lleva directamente a una existencia miserable. El gremio internacional de queseros y aceiteros ha hecho pública su celebración del descubrimiento, pero no todos están contentos. Las bolsas de valores ya vivieron en carne propia estas implicaciones, registrando en la mañana una baja drástica en las acciones de Svelty, NutraSweet y varias otras firmas que dominaban el mercado de los productos bajos en grasa.


Al respecto, el Papa comentó via twitter que en ningún momento levantaría el decreto de excomunión a quien bebiera leche bronca. La redacción del presente artículo, sin embargo, descubrió una publicación de su Santidad en días anteriores, en la que advertíaa su cocinero de ir preparándose para ser mandado con Judas Iscariote si le volvía a servir su pasta de los miércoles con parmesano light.


Este reportero intentó contactar vía Médium a brillantes voces de la cocina tradicional, logrando establecer una entrevista conjunta con Julia Child y Brillat Savarin, pero cuando se les mencionó como referencia la existencia de pan blanco sin leche, sin huevo y sin azúcares, se escucharon golpes de cuerpos desplomándose, aterradores gritos y lamentos... y la comunicación cesó de improviso. Quien esto escribe agradece no haber tenido que llegar a la pregunta acerca de su preferencia entre la mantequilla o la margarina, o a la que buscaba su opinión sobre la dieta de los colores.


Minutos antes del cierre de esta edición, el doctor Stanislavsky y 10 miembros más del equipo de descubridores solicitaron asilo político en Suiza, después de haber sido amenazados de muerte por un grupo clandestino, que se sospecha está integrado por diversas compañías dedicadas a la distribución piramidal de tés, pastillas y suplementos alimenticios.


Seguiremos informando.

Anacrónicamente feliz

Es domingo por la noche y, para variar, tengo mil cosas que leer antes de que se termine el día. Llena de implacable decisión, me levanto de la silla y cierro la computadora para irme a realizar la muy analógica tarea de subrayar ese dichoso texto de Marketing que parece nunca acabarse. Aunque claro, si quiero subrayar, necesito una pluma, y como no hallo a la eterna pluma de cuatro colores Bic (comercial a quien comercial se merece. Si alguien me hiciera un retrato, tendría que salir con una pluma de ésas), me pongo a hurgar entre el desmadre de lapiceros, crayolas, cutters y demás en mi escritorio-de-nena-del-Porfiriato. En esas estoy cuando llega a los dedos la primera de ellas. Plateada, con extremos cuadrados y un agradable peso, gira en mis manos con una facilidad que me hace querer usarla de inmediato. La dejo, sigue la búsqueda y luego llega otra: color ocre, con un extraño sonidito al moverla, que resulta ser la canica bailando en el cartucho vacío. Ésa es mucho más reciente, pero siempre ha sido de batalla.

Ya olvidado el deseo inicial de hacerle a la lectora seria, revuelvo un poco más y, de los rincones esperados, las voy sacando una a una: la Lamy amarilla con la que se escribió la mayor parte de mi carrera; la Parker negra que siempre chorreaba la tinta pero oh por dios, qué bonita es; una Sheaffer color vino que no recuerdo haber usado, pero que se me antoja. El estuche verde olivo con las impecables plumas del abuelo Camacho; algunas chinas de calidad dudosa; es más, hasta el recuerdo llega de aquella primera, la Mont Blanc que en sus pocos meses de vida conmigo me probó que eso de la marca es más faramalla que otra cosa.

Me acuerdo ahora de cuando no usaba otra cosa para escribir mas que estas plumas fuente. Era un desmadre muy divertido. Siempre tenía el dedo medio manchado por la tinta, y cada que había que rellenar los cartuchos me pasaba horas jugando con las jeringas (sí, tenía un kit de recarga que varias veces fue confundido con instrumental de heroinómano): experimentando las diferentes variedades de colores que podía crear y contemplando, como si no existiera otra cosa, el disolverse de la tinta en los vasos de agua que acumulaba a mi alrededor. A la fecha he visto pocas cosas más sutilmente hermosas que las formas de la tinta cuando uno la vierte en agua.

Con todo, era muy lindo eso de ir de anacrónica a la escuela, con el estuche de plumas que nadie podía usar bien, porque su plumilla se había adaptado a mí. Mi mano, mi peso, mi ángulo de escritura. Andar por la vida con pluma fuente siempre ha sido de un egocentrismo exquisito.

¿Pero qué tienen estas cosas, que las hace tan entrañables? ¿Por qué uno habría de dejar de lado la sencillez de un buen bolígrafo por andar, a estas alturas del partido, manchándose los dedos? La respuesta, me parece, está en el mismo terreno que aquellas que damos para explicar el amor por mandar cartas, tomar fotos con cámara de rollo, poner acetatos en las consolas y usar relojes de cuerda. Ese tipo de artefactos, la mayor parte de las veces más hermosos que prácticos, tienen la capacidad de hacernos anacrónicamente felices. Claro, no se trata de pretender que uno vive en un tiempo anterior y renunciar a los correos electrónicos, las cámaras digitales o –dios nos libre- al iPod y similares. Todo eso puede hacernos la vida más fácil y darnos acceso a miles de ventajas que, aceptémoslo, no tenían los contemporáneos de mi plumita Sheaffer. Y sin embargo, nos mueven.

Todo objeto fabricado por el hombre es a la vez reflejo y condicionante de las características de su época. Toda cosa antigua que llegue a nuestras manos hoy es una especie de testigo de tiempos que no nos fue dado vivir, pero que nos llaman a través del tacto y la evocación estética. Me resulta entre mágico y angustiantemente apasionante intentar pensar en las palabras que habrán escrito estas plumas, los subidones de pulso que habrán presionado las cajas de esos relojes, las fiestas que habrán amenizado aquellos acetatos. El síndrome del Violín Rojo (cfr. con la peli canadiense) es un argumento bastante fuerte a favor de los usuarios anacrónicos, aunque no el único, ni –según yo- el más fuerte.

Hay un encanto especial en rehuir a los mandamientos contemporáneos de practicidad, inmediatez, pureza y definición. Los objetos antiguos y su uso en esta época son atractivos porque nos llevan, precisamente, al aprendizaje de todo aquello rechazado por el acelerón que es la vida moderna. Representan los males de los que los desarrollos tecnológicos de las últimas décadas han tratado de huir: la espera, la minuciosidad, la posibilidad de error, lo irreversible de las decisiones que uno toma con ellos.

No, no puedes regresar el contador de tu cámara y volver a sacar esa foto. No puedes ignorar tu reloj por días y esperar que siga avanzando, perfectamente, sin tu esfuerzo cotidiano. No puedes no voltear el acetato, ni abrir inmediatamente la carta que te enviaron esta mañana. No puedes hacer muchas cosas que la tecnología actual sí te permite, pero eso es justo lo que te hace apreciar las cosas que sí tienes; porque a cambio de la espera, el esfuerzo y la atención, tienes una foto que es el reflejo fiel de los juegos de la luz con lo que sea que haya pasado frente al lente, y un reloj que nunca necesitará una pila nueva, con un ritmo que te suena al de tu propio corazón. Tienes un disco con un sonido distintivo, y un pedazo de papel que tiene no sólo la tinta, sino la huella de las manos de quien te lo mandó.

La incertidumbre y la dificultad también juegan en este sistema de buscar justo aquello de lo que la tecnología nos salva. Puede que tu carta llegue, puede que no; lo mismo que puede que tu reloj se pare un día de éstos. Toda foto, igualmente, es en su estilo un salto de fe. Seres contreras pero al final muy predecibles, nos gusta lo difícil, lo que toma su tiempo y se hace el interesante. Es como estar apostando todo el rato y, si sale, alegrarnos como niños chicos por el milagro.

Eso de dejarse ganar por el lado oscuro es siempre una gran tentación; y cuando en esa sombra están todos los desplazados de la modernidad brillante y acelerada, cuya falibilidad no deja de ser contrastada todos los días, entonces el encuentro se vuelve adictivo. Debería, creo ahora, volver a contemplar las gotas de tinta en el agua, para escribir como si no hubiera tiempo ni prisa. Pero creo que primero voy y termino el libro de Marketing.

Servicios Imaginarios A.C.

La sociedad actual, posmoderna, posnacionalista y, básicamente, postodo, sufre día a día con las grandes preocupaciones de nuestra modernidad desecha. Sin embargo, esas pequeñas piedras en el zapato, esas angustias cotidianas son igualmente motivos de sufrimiento, y su eliminación es más que una labor de comerciantes: es una misión humanitaria. Es por eso que en Servicios Imaginarios A.C., nuestro equipo creativo se afana constantemente por proveerle a Usted -Sí, a usted, querido posmodernauta (Carmen Camacho, 2010), una vía más eficaz para fluir suavemente por las superficies resbalosas de nuestro tiempo.

He aquí las novedades de nuestro catálogo 2011:


* ¿Cansada de dudar si su mecánico la está cuenteando? ¿le angustia no saber dónde carajos van las balatas...y por qué hay que cambiarlas? ¡No sufra más! La Universidad de los Servicios Imaginarios abre para usted, señorita, o usted, joven cyberautista, el curso completo de Mecánica para Señoritas, con módulos especialmente dedicados al conocimiento y familiarización con las partes de su auto, uso de máquinas simples para resolver problemas pequeños (impartido por la reconocida dra. Nuche) y nuestro gran éxito: "detección eficaz de choros de mecánicos y agencias", un método in-fa-li-ble para saber cuándo le están hablando de los problemas reales de su carro y cuándo le proponen cambiarle el ciguëñal por unos transmisores de compresión alterna de baleros. Cupo limitado, inscríbase ¡ya!

*Amigo universitario, maestrante, doctorante, hijo olvidado del CONACyT. Tesistas todos. ¿Se lo está comiendo el tiempo? ¿ha pasado meses frente a la página en blanco y siente que nomás no ve la luz? ¿Se siente un ejemplo vivo del verbo procrastinar? ¡Entonces no lo dude más! Servicios Imaginarios, en una innovadora alianza con las universidades de mayor prestigio, ofrece para este verano su famosísismo "Thesis Camp": Un servicio todo incluído, que lo llevará a usted y a sus compañeros más queridos -o menos insoportables- a un retiro de calma y productividad, en un oculto valle en el que no hay señal telefónica, donde la comida sana y el ejercicio moderado harán de usted un mejor y más eficiente tesista. Amplios galerones con literas y nada de conexión a internet; despertares tempranos para ir a caminar; litros de café, te y mate a voluntad; horas inflexibles de sujeción frente a la computadora; terapia colectiva vespertina, para lidiar con sus angustias de investigador y -lo mejor- acceso a facebook restringido a una hora al día. Las visitas dominicales de su asesor se llevan acabo en un ambiente de total protección, siguiendo el modelo de Alcatraz. Terminará al menos el marco teórico de su tesis en dos meses, o le devolvemos su dinero. Miles de doctores de Oxford, Cambridge, Stanford y la Universidad del Rancho Tamales lo recomiendan ¡inténtelo!

*Es lo último en tecnología en Japón, y millones de usuarios contentos y con amigos/pareja/trabajo no dejan de recomendarlo: es el "Censurotrón 2011", una maravilla surgida del mismísimo fabricante del Babel Fish. Sólo introdúzcalo en su oído y espere a que haga su magia.
Gracias a sus sensores de ultimísima tecnología, el Censurotrón 2011 es capaz de detectar cuando usted está diciendo algo que no piensa, o cuando son sus emociones viscerales las que han tomado control de sus palabras; mediante un delicado sistema electroquímico, el Censurotrón envía una orden de silenciar las cuerdas vocales, impidiendo que usted, en un arranque, se vaya de la lengua...de forma audible. Promoción de introducción: las primeras 50 personas en contactar con Servicios Imaginarios se llevarán de regalo el "Voluntakit", nuestro famoso producto destinado a introducir impulsos eléctricos para pararlo de ese sillón, para hacer que logre despertarse justo a la hora que quiere y sí...para que sus "No" se sostengan. No lo dude más, mejore su vida y la de aquellos que le rodean.

Servicios Imaginarios A.C.
Carretera Utópica km. 42
C.P. 3.1416
www.porfavorquealguienloinvente.com.mx

En la punta de la lengua

Lo se. Lo saben. Lo sabemos. Mi amor por la comida es tan sólo comparable con aquel por los gatos y las mujeres interesantes. Hay quien dice que no hay amor más puro y sincero que el amor a la comida, y la mayoría de las veces me parece que tiene la boca llena de razón.

Lo pienso cuando muerdo el primer cacho de una berenjena frita, y el sabor de la miel y el aceite me llevan a recordar la pasión andaluza por esta combinación.

Lo creo sin lógica precisa cuando, sorprendentemente, los burritos industrializados comprados al pasar en un Oxxo saben lo suficientemente cercanos al original como para detonar la idea de llevarlos cargando en algún viaje de larga duración a tierras desburritadas.

Lo presiento en el placer de hundir las manos en la masa, ver empañarse los lentes con vapor; incluso cuando las salsas se aferran a mi lengua y la llenan de alfileres.

Lo vivo como fiesta interna si, uno tras otro, se suceden ante los ojos y la lengua tabule, hummus, kippe, bulemas, graibes. La libanesa es una comida que hace sonreír a todo el cuerpo.

En la perfección de un café con leche en el centro, en el acto de fe que es disfrutar unos tacos por la calle; durante horas y horas en las cocinas propias y ajenas; ante infinitas mesas e incluso tras la reflexión propia de las enfermedades del exceso; la comida se nos aparece como una vía para las experiencias estéticas. Disfrutarla es amar al mundo en una forma voraz, caníbal. Alimentarse del objeto de la pasión, y volverlo mediante ese acto de encuentro intenso, parte de uno. No, no hay amor más sincero que ese.

La música salvó la noche. Crónica tardía de un quinzón en la capital.

Pues bien, después una avalancha de datos, estadísticas, quejas fundamentadas y teorías del complot, el segmento sedentario de la casa Tacuba decidió lanzarse al ombligo del mundo para presenciar lo que, en el más extremista de los casos, sería un magnicidio muy bien iluminado. Para bien o para mal, éste no fue el caso, lo que no nos impidió sacarle jugo a la noche y andar, andar, andar por todas las texturas tragicómicas del patrioterismo nacional.

La cita se fijó en Bellas Artes a las 6 pm, en los bordes de un centro que ya desde entonces se comenzaba a poblar de familias entusiastas, parejitas de rostros pintados y uno que otro joven-tribu-urbana, que al parecer se dirigía al escenario del rock nacional. Una vez estuvimos todas reunidas (Avril, Vero, Olinka, Usha), enfilamos los pasos hacia el Zócalo, divirtiéndonos con la ocurrencia tan común de elegir usar la nacionalísima prenda de la selección nacional para el magno evento, y bajándole al encanto en cada uno de los mini retenes que nos tocaron, en los que -tiro por viaje- detenían a la chaparrita de la bolsota. Una vez hubimos llegado hasta el final de Tacuba, flanqueando la enorme fila de aspirantes a entrar a la plancha, decidimos que ya estaba bueno de turismo y decidimos volver al mundo sin granaderos pasando por la calle contigua, en la que estaba el equivalente de la fila rápida de six flags (que luego supimos que eran aquellos del misterioso brazalete) y unos muy atrasados trabajadores que colocaban con grúa la bandera reglamentaria de no se qué oficina de gobierno frente al Teatro de la Ciudad.

Llegadas de nuevo a Eje Central, nos detuvimos un poco ante el escenario ritmos-latinos, del que el grupo malón de salsa y el aún peor sonido nos acabaron corriendo. De ahí siguió un recorrido más o menos errático: vamos al hemiciclo- no mames, ve la pantallota, ya se llenó Zócalo- Bendito dios que no vistieron a Adela Micha de china poblana- a ver, pasemos a campo traviesa- ¿y ese gusanote inflable qué es?- ah, es un Quetzalcóatl-¿porqué todos los batos de plumita están comiendo plátanos?- güey, no te burles, son los voluntarios, qué horribles trajes, caray- ahi se ven, me voy a tirar un rato al pasto-¿quieren chicloso coreano?

La esperanza estaba a punto de perderse: eran como las 8 y estábamos ya con los pies cansados, por metro Hidalgo y pensando cada una para sus adentros "mierda, me hubiera quedado a verlo en casa". Sin embargo, decidimos seguirle, y aplicando la eficaz técnica del elefantito logramos sortear a la multitud rumbo a Reforma. Finalmente, entre un desierto de carros alegóricos apagados, vimos las señales luminosas del desfile aún en marcha...y nos giramos hacia el otro lado, yendo a dar a la calle cerrada por el Caballito en la que el escenario del Vive Lat...perdón, del rock nacional, se había establecido. Una sesión de apachurrones y empujadas en el mero borde nos devolvió la energía (no hay nada como la transmisión de sentimientos colectivos por ósmosis), y pudimos disfrutar de la música de Kinky, y de los comentarios de un Hidalgo vestido de negro, con probable aliento de borracho, que no dejaba de burlarse de cuanto incauto se ponía a saltar la valla de seguridad. En una de las sesiones de brincos, mi hermana tuvo a bien meter su manita en la axila sudorosa del tipo de enfrente, por lo que pasó la primera media hora viendo su mano y haciendo caras de "iuuu"... a la segunda media hora, como era de temerse, se le olvidó.

Salimos de la zona justo cuando comenzaba la presentación de La Maldita Vecindad, y ya nos disponíamos a buscar una cantina (con tele, claro) cuando cierta música nos puso a bailar y nos hizo quedarnos donde estábamos, lo cual nos dió el tiempo de descubrir que La Maldita, lo mismo que todos los otros grupos, se oía y disfrutaba mejor de lejitos, con todo el espacio de Reforma disponible para nosotros, además de un sonidazo bastante respetable. Los ánimos se fueron levantando y emprendimos el peregrinar eufórico hacia el Ángel. A cada cien pasos, pantallas en los camellones reproducían el ambiente de fiesta del escenario primero, y pequeños grupos bailaban y brincaban por la calle.

Ok, ellos bailaban, nosotras éramos las que, cual muppets con anfetaminas, brincábamos caóticamente mientras avanzábamos. Así llegamos al escenario joven-adulto-contemporáneo, en el que una Lila Downs bastante despechugada despachaba Cucurrucucú Paloma con un registro tan amplio que inmediatamente se ganó la fe que le había negado al ser músico/cliché de-paquete-chairo. Así las cosas, para cuando decidimos seguir, las transmisiones y los conciertos cesaron, lo que lelvó a la inevitable rechifla de los diferentes públicos hacia los pobres conductores. Ni modo, disposición oficial: el baile y el trayecto se suspenden, vamos a sentarnos al camellón de Reforma. Nos acomodamos para el magnicidio con mayor aprobación de la historia o para unos fuegos artificiales del más puro estilo olímpico, nadie lo sabe aún. Sale el bato, grita cosas, mueve su banderita, y a pesar de saber del cuento chino en el que nos estamos sumergiendo, no hay duda: tanta gente repitiendo ese nombre, como un mantra trisilábico y pulsante, moviendo la misma telita de colores, siendo tan re jodidamente entusiasta; tanto y tanto acaba por colársele a uno y en el fondo algo se mueve al pensar que somos de los pocos países incautos que todavía se aman salvaje, dolorosamente, y que tanto amor acompasado puede, algún otro día, llevar a algo.

De ahí a la euforia inevitable de los fuegos artificiales salpicando Reforma fue sólo un paso, y todos fuimos niños al seguir con los ojos el tronido del Ángel, el incendio aparente de la palmera de Niza y...sí, la despampanante cascada de luces que le escurría al Palacio Nacional por la pantalla. Unos minutos de eternidad después, el cielo chilango se nos quedó de colores humeantes, la razón empezó a volver a nosotros y la marcha se reanudó, esta vez detenida por un instinto igual o más primigenio que el fuego y la luz: los vendedores ambulantes de comida, esos héroes anónimos.

La primera escala fue junto a un carrito en el que los algodones se creaban, muy poéticamente: entre olor a gasolina y briznas escapadas en el aire, briznas que tanto niños como adultos se esforzaban en cachar a saltos. Tras una segunda escala en unas tostadas picosísimas, tuvimos todos los elementos para ir a encontrarnos con el gran emblema porfirista convertido en embajador de la chilanguez renovada. El pobre Ángel tenía para entonces una ubicación privilegiada para atestiguar las babosadas poco afortunadas que soltaban los conductores de la noche, entre las que destacó especialmente el momento en el que Vanessa Bauche confundió a los Tigres del Norte con Jesucristo y los llamó "Los Reyes de Reyes".

Con todo y todo, los Tigres se portaron a la altura de su leyenda. Tocaron, aconsejaron y tomaron saludos y peticiones del público y, por supuesto, se echaron varios de sus temas consagrados. Curioso, como la emoción de la masa (entre la que ya nos contábamos) al entonar "Camelia la Texana" parecía superar con facilidad la que se tuvo en el momento ya pasado de cantar el himno nacional. Ímpetu compartido que hizo temblar el piso de la glorieta, transfigurando rostros en el momento justo en el que todos cantaban "la traición y el contrabaaaandooo, son cosas incompartidas". Qué maravilla surrealista, escuchar semejante corridón en la columna de la independencia tal y como se la imaginaban hace cien años. Qué elocuencia accidental de los planificadores y qué placer de estar dando brincos justo aquí.

Yo hubiera seguido ahí, bailando y enterándome de letras pegadoras, pero el cansancio del grupo exploratorio había llegado a un tope, así que nos fugamos al universo paralelo que es Zona Rosa y ahí acabamos la noche, con mezcal y coronitas, preguntándonos si, después de haber pasado la semana repelando, deberíamos o no de sentirnos culpables por habernos divertido tanto. La conclusión (al menos la mía) es que, con o sin grito, la música compartida con la intensidad que sólo da una fecha de ruptura, esos paréntesis de tiempo y celebración -si se quiere- de lo tambaleante, salvó definitiva, inevitablemente la noche.

sabores, maletas y un post clavadote

-Me da dos hates para comer aquí y ocho para llevar, pero con la crema aparte y el tomate y...
-¡Aaaah! ¿los quiere para volar? ahorita se los tengo.

Y así comienza un cacho de conversación con el héroe anónimo de los exiliados paceños, el orgulloso exportador de sabores familiares a sepa dios cuántos lugares de la república. Y, oh sorpresa, resulta que es originario de un pueblo de Michoacán, ahí cerquita de Guanajuato; aunque claro, después de 26 años viviendo acá, como él mismo dijo, es ya más paceño que otras cosas.

Yo soy paceña por nacimiento, pero habrá que ver la cantidad de "otras cosas" que han entrado en la mezcla, porque a veces no puedo evitar ver las cosas desde afuera, cuando tantas otras se viven desde adentro. Unos días no siento nadita de gusto al quemarme en las mismas calles y sentir el mismo polvo en el paladar, y a los cinco minutos, el carro llega al malecón en plena efervescencia de la tarde y ¡zaz! se me sale el alma entera y no queda más remedio que ponerme a bailar con el pasito de Flashdance hasta que un chihuahueño se alarme y vaya a hacer el risible pero muy honesto intento de morder la pierna danzante.

En ocasiones siento que si viviera permanentemente acá me secaría por dentro, que mi lugar aún no sabemos donde queda, pero que definitivamente no podría ser éste. En otras, sentada en el kayak con los pies metidos en el agua tibia, siento como si en este lugar se encontrara la respuesta de todo, abso.luta.mente todo...y no, no es 42...¿o sí?

De cualquier modo, casa o no casa para el futuro, esta península es ciertamente la fuente de muchos sabores preferidos, reencontrados y al final del día cargados en pesados paquetes de los que me quejo en el camino, pero de donde siempre salen, triunfantes y olorosos, a regar un poco de la sensación de casa en donde quiera que acabemos nuestro recorrido.

(Curioso, al empezar a escribir esto jamás imaginé terminar haciendo la apología del hot-dog paceño y aledaños).

El punto es, supongo, que uno siempre se queda con pedacitos de los suelos que pisa, de las tierras que se come. Es éste, quizás, el verdadero sentido de casa y de viaje, como unidades complementarias. La casa son esos primeros revoltijos, los más viscerales e imponentes. Los que te llevan, por ejemplo, a rechazar automáticamente la idea de un taco de asada con tortilla de maíz (o, dios no lo quiera, tortillina), o a sonreír cada que ves un molinito de viento. Alrededor de este nudo primigenio se van ensortijando más y más sabores y lugares, rostros y secuencias de movimientos. Son las inevitables "otras cosas": imágenes que hacen que mientras más vivas, más te vayas llenando por dentro, de manera que todo eso que alguna vez estuvo afuera ahora empuja para todos lados dentro de ti. La casa es todo sabor al fondo de las cosas, los recuerdos que siempre encuentras esperándote, el monótono, tranquilizante sonido de cuatro relojes de pared. El viaje, luego, es ir en busca del asombro, y seguir construyéndose a sí mismo con cuerda nueva y manos de los otros.

Me hubiera gustado tener más tiempo para platicar de sabores y lugares con el don de los hates, con las señoras de la machaca y con Casimiro, el gran proveedor de la miel de Santiago. Llevados a elegir, seguro seguiría hablando con la vendedora de queso en Las Barracas, que no se pudo quitar la sonrisa desde que Carmen le dijo cuán parecida era a esa foto antigua colgada de la pared del porche, y que resultó ser de su mamá. De su queso fresco mejor no hablamos, porque ése si que no se puede ir de viaje tan fácil, y no quiero ponerme a extrañar antes de tiempo, ahora que estoy haciendo maletas.