estímulos inesperados

Demasiados. Por todos lados. En este momento, el componente activo de un café comprado hace ya muchos meses en el metro empieza a hacer su efecto mágico y me veo en la penosa necesidad de abandonar mis lecturas obligadas y venir a hablarles. Aún me acuerdo de la vez que compré este café: era un domingo en la mañana y había ido a acompañar a la entonces novia al metro. En el camino de regreso, una ola de aroma se subió en La Merced, pero no era el habitual olor a frutería que a una siempre lo asalta con cada apertura de puertas en esa gloriosa estación, sino algo más oscuro, más potente. A los pocos segundos, les adormilades viajantes pudimos ponerle cara a la sensación: un señorcito de huaraches, sombrero y enorme costal que vendía (maravillas del transporte público) bolsitas de a $10 de un café que no tuve el tino de preguntar ni de dónde era, pero que por el puro olor prometía. Ya bajando en mi glorieta de siempre, había una feria de no me acuerdo qué, en la que me regalaron condones, periódico y unas muestras de shampoo. Como era de esperarse, llegué muy orgullosa despertar a las durmientes en el departamento, llevándoles los trofeos de mi expedición.

Y ahora, tantos meses despues, el café aún huele. Tal vez hubiera estado bueno tomárselo luego luego, pero asuntos de fidelidad choyera lo mantuvieron relegado hasta estos días, en los que el mal resultado del experimento pluma-oaxaca-tostado-oscuro me llevó a buscar desesperadamente un plan B. No se puede decir que el del metro sea un café rico, y sin embargo tiene algo adorable que hace que no pueda dejar de beberlo: sabe a tierra. Como a café que te tomas en la mañana, cuando andas de viaje, en algún pueblo. Momento, sabe a algo conocido. Otro traguito...entorno los ojos.

Pérense.

¡Sabe a la Sierra Gorda queretana! no me pregunten por qué, no se cómo, pero es un sabor que desencadena un recuerdo, una imagen de estar ahí: Hace siete años, con Rodrigo y Dalus, aprendiendo a ser antropólogos y de seguro haciendo miles de preguntas idiotas; desvelándonos en una velación y asustándonos en el camino a casa por el rebuzno de los burros; viendo llover, escribiendo mucho.

Es curioso cómo viven los recuerdos dentro de nosotros, y cómo muchas veces los tenemos identificados y ordenados, listos para salir a ventilarse cuando deseamos complacernos con ellos, casi como álbum de fotos. Otros, en cambio, andan por ahí arrumbados, o más bien agazapados detrás de las cosas más increíbles, de manera que, sin saber porqué, un día alguien se sube a tu auto oliendo al perfume de tu mamá en los noventas y ¡zaz! te acuerdas de esas camisetas ho-rri-bles de Bugs Bunny que usabas, de que tu papá ponía a los Platters todos los domingos y que ahora entiendes por qué sentías ese gusanito en la panza cada que pasaban Tomates Verdes Fritos por television.

¿Ah, a ustedes no les pasaba?

Uhm, bueno...

Cualquiera que sea la asociación que uno haga, no cabe duda que ciertos recuerdos están guardados tan al fondo de nosotros que sólo pueden salir si los saca el iman de los estímulos, que curiosamente no siempre podemos controlar. Y es que la capacidad de evocación que tienen nuestros diferentes sentidos es asombrosa; es casi como si nuestro cuerpo supiera más de lo que nuestra mente, tan soberbia ella, creyera saber. El otro día, por ejemplo, no pude dejar de mirar un papel tapiz que me parecía extrañamente familiar. Como no podía saber si lo recordaba o no, hice lo que cualquier ente posmoderno: le tomé una foto con el celular y lo consulté con los mayores. Resultó que un tapiz igualito estuvo en la desaparecida casa de los abuelos en Arboledas, por lo que es seguro decir que lo estuve viendo durante al menos los primeros 6 años de mi vida. Luego vendieron la casa y el tarado de mi cerebro de enfrente lo olvidó (bueno, no, está padre olvidar, es necesario olvidar), pero quedó su respaldo, lo mismo que para tantas y tantas cosas que sólo con el paso del tiempo y los estímulos podremos redescubrir.

Lo divertido entonces de la memoria es que es como un depósito laberíntico, en el que cada cosa que nos va pasando, cada mínima cosita del día a día, entra y se mete a viajar, y no hay manera de saber qué parte de ese todo se queda, ni cuándo va a llegar al fondo, y mucho menos de qué forma va a resurgir. Así que, amable persona que ha llegado hasta este punto del debraye, no se alarme por repentinas miradas en blanco de sus acompañantes, que puede que algún recuerdo le esté asaltando en ese mismo instante. Si, por ejemplo, alguien insiste en relacionar el olor a libro ruso (si es que existe tal cosa) con su niñez, o ama todo lo que huela a Dorian's, o si no puede reprimir una sonrisa idiota cada vez que pasa por la sección de pollos rostizados; sea paciente, que eso le pasa a todo el mundo.

¿¿Ah, tampoco??

¿Entonces qué?