las noches del perico y otros eventos pacíficos

Hace poco más de una semana, salía asombrada a un Zócalo lleno de gente, de luces y esa crujiente sensación de anticipación en el aire. Madero en su versión peatonal (insértese aquí el clamor de los automovilistas indignados) me hizo buscar pretextos para detenerme, comprar un chocolate caliente, verter una buena parte de él sobre mi mano torpe y beber el resto sentadita en uno de los postes de Motolinia, mientras un tipo borracho (en lunes, Cristo Santo Rey) cantaba rancheras en una jardinera, un señor don vago muy amable que me pidió un cigarro buscaba a su hermana (a la que había quedado de ver hacía dos semanas) y una señora vendía mollejas y pescuezos con salsa en la banqueta de enfrente. DF, para variar, desplegaba sus colores de última noche y yo, que durante las semanas previas no había hecho más que recordar el mar y la península, me encontré suspirándole al centro, con la inevitable promesa de extrañarlo en lo que queda de este año.

El recibimiento de California (la del sur, la antigua) fue, por otra parte, inmejorable: vientecito ligero, agua tibia y dos mordidas de lobo marino que me hubiera gustado conservar como recuerdo de una sesión más de comunión y juego con los perros del agua, con el sabor entero de la isla. Las mantarrayas vistas a través del sol y de las olas en Mar Azul me hicieron llorar, y esa misma tarde San Pedrito nos regaló el placer de pedalear el final del día de un lado a otro de su playa. Demasiada belleza, demasiada buena suerte.

Y bueno, después de tanta sublime y salada experiencia, justo era que hubiera un broche prosaico (pero no por eso menos de oro) para la semana compartida con lo que pueden ser las visitas más divertidas que ha habido en un rato por acá. Ayer martes, después de levantarnos estúpidamente temprano -cortesía de mi confusión horaria-, hacer kayak y ahogar a mi celular en el lugar más feliz del mundo, ni la Usha, Mapaz o yo teníamos mucha pila para salir, pero puesto que era la última noche del mapache, decidimos llevarla a conocer un adorable bar paceño: El Perico Marinero. Puerta cantinera, peces globo como pantallas de lámpara, anclas en las mesas y huesos de ballena colgando del techo de palapa fueron suficiente razón para ir "nomás un ratito", "apenas una cervecita o dos y nos volvemos a dormir, que estoy muerta" y es más "ni lleves los cigarros, que me estoy enfermando y no se antoja".

¿Conclusión? Ese gran clásico de "algo tranquilo, una o dos cervezas y a dormir" nunca falla: fue una noche variopinta amenizada en su primera parte por una banda local (entre cuyas puntadas destacó tocar Las Mañanitas con música de Pink Floyd) y, ya tirándole al final, por la insistencia de Mapaz de anunciarle hasta al de los hot-dogs que no era del DF, que era mexiquense, no confundamos. Entre los personajes de la noche estuvieron, cómo no, el señor galán de la mesa de viejitos, al que presas del antojo tuvimos que pedirle un cigarro; el hermano de un amigo cuyo apodo nunca supimos si era becerro, borrego, chivato o lechón; las etiquetas artisticosas de cerveza Indio y mi ya conocida inhabilidad de jugar al billar, lo mismo que a cualquier otro deporte con bolas (albureros, abstenerse). Volvimos a casa a eso de las 3 am y hoy no dio la energía general más que para ver Billy Elliot en la tele y comprar artículos de gran importancia en las Segundas, tales como un silbato de madera que suena como tren, una cabeza inflable de reno y un panda con audífonos que en realidad son bocinas. Lo sublime del mar y la comida en encuentro con la deliciosa inutilidad de los objetos gringos de reuso: Qué bien está esto de estar en casa...


los fuegos de noviembre

Iba a nombrar este post como el santo que se celebró este pasado 24 de noviembre, pero como al parecer el día en cuestión está en litigio entre San Juan de la Cruz, Santa Flora, Santa Fermina y San Crisogonio, mejor lo dejamos en un muy pagano y respetable culto al fuego, que estuvo curiosamente omnipresente en estos días.

a) Apaga la velita, Ush

Todo lo bueno empezó ese 24, en el que el cumpleaños de mi hermana se celebró de la manera más original posible: en vez de mañanitas, nos despertamos con la llamada a la puerta de un noble vecino anónimo, que nos avisó que había que desalojar, que porque se estaba incendiando el edificio de al lado.

Madres, pues a bajar a la calle, pero antes a recolectar en una mochila todos los objetos verdaderamente importantes: papeles, identificaciones, la edición de la UNAM de las obras de Tagore, un tomo de la tesis del infierno y...esteee, un silbato antiguo que compré en la Lagunilla, que no sirve para gran cosa pero es en verdad muy bonito.

Una vez abajo, fue el encuentro involuntario entre vecinos que normalmente se la pasan de pleito secundariano, pero que esa madrugada, al calor de los humos tóxicos del almacén en llamas y con la confianza de gente que está aún en sus pijamas de animalitos y rayitas, comentaban cordialmente la situación y se preguntaban por qué todos esos bomberos no parecían estar haciendo nada y cómo es que iban a llegar a tiempo a sus chambas y escuelas. Yo sólo pensaba en todos los materiales de la tesis que se quedaron en el depa y en que, ante la posibilidad de que el fuego se pasara a nuestro edificio, llegara yo el jueves 26 a Querétaro con una legítima variante del clásico "el perro se comió mi tarea".

Hablando de perros, los del edificio parecían ser los más divertidos con todo el fenómeno: estaba el perro-lámpara (Véase Los Simpson) del 202, la pareja de cockers negros de quién sabe qué depa, jugando a corretear pelotas y olisqueando a todos los pasantes; un galgo enorme con corte de príncipe medieval y dos perros gigantes que pasaron por ahí portando sus nada respetables collares con tema navideño.

Quitando el daño sufrido por los del almacén incendiado, que aparte fueron cachados en su treta de construcción ilegal, fue un fuego de lo más discreto, y para las 7 todos nos habíamos enfadado de esperar algo de acción y nos lanzamos en equipos con la tamalera de la esquina de Obregón (a la de la esquina de la casa, por llegar tarde, se le fue el mejor día de ventas del año) para alivianar el frío con un atole de arroz y la ya endiosada torta de tamal verde.

El humo negro y oloroso se convirtió después de un rato en blanco ("ya eligieron al papa", dijo la hereje de mi hermana) y las autoridades nos dejaron volver a nuestros departamentos a eso de las 7:15. Momentos después, Usha y yo dormíamos de nuevo.

b) Las groupies en llamas

O lo que es lo mismo, Tatiana y Usha en ese mismo 24, cantando y gritando a todo pulmón en honor a Cerati, que nos honró a su vez con su presencia de rockstar/semidios.

Cada una de nosotras llegó a la cita por un medio distinto, de un rincón diferente de la ciudad. Yo, que venía de casa, elegí tomar el metro, y como no sabía muy bien para dónde quedaba el auditorio, apliqué el gran clásico de "sigue al fan", que es un juego muy curioso que se puede hacer cuando uno va a algún magno evento y va descubriendo en las caras y gestos de los que viajan en el metro a los futuros compañeros de experiencia, que parecen exhudar esa sensación crujiente de expectativas y prisa. Siguiendo al cuerpo de ceratófilos que bajó en metro auditorio, salí a una Reforma llena ya con los sonidos de los revendedores de boletos, los de los dulces y prismáticos y también los de los puestos temáticos, proveedores infaltables de la memorabilia musical más divertida (que Dayana puede recordar del concierto de Radiohead, gritando: "Llévate la playera de estos güeyeeees"), quienes esta vez rivalizaron en kitschez con las camisetas originales vendidas en el auditorio.

Una vez reunidas y pasando la barrera de seguridad, a Usha se le ocurrió que tenía hambre y pidió una hamburguesa. Lo bueno vino cuando empezaron a sonar unos acordes, mi hermana vió angustiada a la doña cocinera y ésta le dijo "no se apure, no va a empezar él", justo segundos antes de que un acentazo argentino se oyera en toda la zona, iniciando, claro, con Fuerza Natural. Lo que la doña cocinera y yo vimos entonces es un fenómeno que aún ahora me hace pensar sobre cómo las grandes pasiones nos vuelven changos intrigantes. Usha brincó, gritó y comenzó a hablar a varios decibeles por encima de su registro, quién sabe cómo logró agarrar su hamburguesa, brincar más, arrojarle dentro todas las verduras y salsas que encontró (ninguna prisa merece abstenerse de la mostaza, condimento divino), intentar comerla, reflexionar, envolverla en veintemil servilletas y arrastrarme consigo hacia nuestra puerta de entrada. En el camino se tropezó con varios escalones y tuve que quitarle su boleto porque empecé a temer que se lo comiera o algo así. Cuando por fin llegamos a nuestro lugar, Tat ya estaba en el ambiente y les tomó un rato a ambas decidir que yo, en tanto que la fan que no se sabía el nuevo disco, debía ir en la butaca del extremo derecho, para que así su fansez frenética no encontrara interrupciones.

A pesar de haber permanecido la mayor parte del tiempo con la emoción aparente de un erizo de mar, puedo decir que a mi manera disfruté mucho el concierto. Hubo, claro está, los momentos del encuentro mágico con melodías nuevas, convenientemente mezclados con la inevitable nostalgia durante las canciones conocidas, tan repetidas en mi cabeza durante algunas de las historias de los últimos años. Ay, Gustavo, ¡cuántos recuerdos!

Sobra decir que Usha y Tat llegaron ral depa ronquitas, incendiadas y contentísimas, con pila para seguir y seguir hasta las quién sabe cuántas de la mañana, mientras yo volvía un poco renuentemente a mi tarea, que siempre no se comió el perro.

c) Combustión espontánea

Ok, fue más bien imprudencia surreal, pero el caso es que el fuego hizo una aparición más en este otoño, aparición que me hizo ganar 15 segundos de fama en la fiesta de Mo y un calendario de bolsillo de San Judas Tadeo (en el que por cierto el 24 es San Crisogonio). No se aún cómo pasó, en verdad; sólo juro que no estaba borracha ni nada por el estilo. Estábamos muy tranquilamente en la fiesta kitsch de Morgane: yo con mi camiseta de la Rana René sobre un fondo amarillo con florecitas rojas y naranjas, Chayo con una blusa dorada gua-pí-si-ma de tardeada noventera y Usha pues...con su camiseta original de Cerati místico. Estábamos ahí, repito, comiendo pastel con betún rosa en platos de Bob Esponja y de pronto alguien sacó lucecitas de bengala. Yo tomé una y me pasaron unos cerillos para prenderla pero claaaaro, había que hacer el gesto lindo con la chica de al lado y prenderle primero la bengala a ella, con todo y la manita haciendo concha para que no se apagara el fuego. La mano en cuestión tenía, en ocurrencia, mi propia bengala y la caja nuevecita de cerillos.

La evidencia analizada después del siniestro sugiere que fue en ese momento de amabilidad MauricioGarcesera que una de las chispas de la bengala saltó a la caja de cerillos, y la perra del mal se quedó ahí hasta que mi mano se movió, alguien vió una llamita y yo sentí un calor y unos tronidos que no podían ser de mi bengala, aún apagada. Humo, olor a fósforo y mucha gente intrigada, y yo seguía enlelada viendo mi mano caliente y la cajita naranja de Talismán, que solté sólo después de unos segundos de incredulidad. Lo que siguió fue una palma roja, la crema mágica y dosificada de Mo y el resto de la noche con manita de Playmobil, oyendo a una francesa súper borracha hablar de su novio infiel y comiendo tostitos añejados en la cocina hasta que llegó el momento de volver a casa.

En este momento, la caja de cerillos mencionada está junto a mí; tiene el dibujo de una cabra peluda y el signo de Capricornio; la leyenda idiota de "ciérrese antes de encenderse" al frente, y la frase críptica "Los valores de la tradición pueden ser para ti motivo de sentirte afectado emocionalmente" atrás. De los cerillos en el interior, sólo 7 quedaron intactos, por lo que mi prima concluyó que era una especie de signo cabalístico y que había que guardarla. Más bien decidí quedármela como el bonito recuerdo de la noche, más bonito al menos que la cicatriz con ampollitas que adorna ahora mi palma izquierda, y que, por ironía del destino tiene forma fálica.