El hobby de Penélope

Hay una obra teatral muy famosa que se llama "Esperando a Godot", sobre dos tipos que, eso, esperan a un bato que nunca llega mientras comen nabos y hablan. Bueno, la verdad es que nunca he visto la obra, ni leído el texto, pero la imagen mental que la Ruby me dio cuando me habló de esa espera que se vuelve suceso es una de esas que inmediatamente pasan a formar parte de la cajita de trofeos robados, que inevitablemente repito ante distintas orejas cuando hay que explicar el dilema de uno con las palabras de otros. No hay nada nuevo bajo el sol.

Pero es que vean si no, cuánto tiempo se nos va en esperar, en planear, en anticipar. Si quisiera hacerse la moraleja visual, sería un poco como esa fumadera imaginaria de la otra tarde, bajando del suburbano: imaginen una estación de trenes, con los vagones abandonados y los andenes llenos de gente sentada, esperando, sin darse cuenta de que la plataforma en la que están tiene ruedas y va por sus propios rieles.

También están las esperas poéticas, de cuando te mueres de ganas de ver a alguien y estás temprano en el lugar de la cita, intentando hacerte el casual mientras el mundo pasa alrededor y tu esperas, esperas y-si eres un poco como yo- te malviajas y comienzas a imaginar un horrrendo accidente de tráfico o una retorcida historia de indecisiones. La angustia, sin embargo, cesa cuando miras a tu alrededor y de pronto los descubres (a veces más, otras menos dependiendo de que tan originales hayan sido para elegir el lugar de encuentro): cara de circunstancia, aire de nada, revisión compulsiva del reloj, el celular, el cabello. Son tus compañeros de penelopez, la comunidad efímera de los esperanzados, a la que perteneces en lo que no llegue tu viaje a llevarte a otro lado. Mientras tanto, tú y todos ellos estarán haciendo el recorrido lento, casual, de los alrededores, cual auténticos ventiladores con el botoncito apachurrado.

Cada que estoy en una de esas situaciones me encanta ponerme a ver a los vecinos esperanzados; intentar adivinar exactamente a quién esperan y sorprenderme cuando el susodicho llega y se ven sus caras cambiar, abrirse y ¡milagro! resulta que pueden hablar y sonreír, o en algunos casos, que son de la extraña especie de los prácticos, e iniciar una discusión urgente sin entrar en protocolos previos. La otra tarde, cuando esperaba a la Tat en Bellas Artes (lugar nada original y por ello muy entretenido) me puse a observar a la chica de al lado, que a todas luces era de la comunidad, como evidenciaba el paquete de galletas que sostenía sobre sus piernas, mientras torcía y destorcía compulsivamente su lacito. Ejem, claro, la chica además tenía bellas botas, bello abrigo, bellas piernas y un pelito rubio despeinado-pero-porque-soy-interesante, así es que no fui la única en fijarme en ella y al poco rato llegó un tipo con una cámara y le tomó fotos para no me acuerdo qué revista. Es que hay esperas que se vuelven fotogénicas.

Y bueno, mientras los otros se van salvando a tu alrededor, y ves sus caras metamorfosearse de sus defensas contra soledad hacia las caras de estúpida felicidad que todos los encuentros tienen (véanse si no las salas de llegada de aeropuertos y otras estaciones, tan llenas de amor contagioso), puedes pasar tu tiempo aún sintiendo complicidad con los que se quedan, apostando silenciosamente quién será el primero en salir o inventándote el capítulo previo que llevó a que estos recién encontrados de al lado se estén gritando a los 0.5 minutos de haberse visto, o el capítulo siguiente del encuentro de la chica linda y sus galletas con el ñango de traje que viene corriendo porque de seguro llegó tardísimo. Si es que me esperas a mi, ¿me los podrías contar cuando llegue?


JL

Empecé este post en mi cabeza, la mañana del miércoles, mientras iba brincando charquitos camino a mi reencuentro con Chapultepec. Normalmente iba a ser sobre bicicletas, pero buscando recuerdos tempranos de bicis en la vida llegué a aquel de cuando estaba en la primaria, y a la salida de la escuela pasaba a buscarme mi hermano en su bici. Me trepaba al cuadro y así nos íbamos bajo el solazo paceño, platicando quién sabe de qué.

Es que si los hermanos son por naturaleza una cosa muy fuerte en nuestras vidas, mi hermanito mayor ha sido desde siempre (y en ocasiones para mi desgracia) el infaltable modelo a seguir. Cuando yo estaba chica, bastaba con que JL lo propusiera, y no había cerro al que no me trepara o distancia que no me lanzara a nadar con él, aún cuando sabía que lo más probable era que iba a regresar hecha tiras, remolcada por su pierna en la nadada de regreso.

Las caídas más espectaculares en bicicleta fueron siguiendo sus excursiones, desde la vez que bajamos un cerro sin frenos y fui a embarrarme en las piedras hasta aquella otra, en que de regreso de una playa, alguien tuvo que avisarle a JL que había una niña tirada a la mitad del camino, inconsciente, por si la conocía y quería ir a recogerla. Del evento yo sólo recuerdo el sol, el calor y que de repente se me cayó mi gorra; después, agua en la cara y la voz de mi hermano preguntándome que cómo changos había acabado ahí.

Y bueno, es que yo muchas veces le agüe sus planes, como cuando tenía unos 4 años y llegó muy orgulloso a presentarme a su novia. Y una, niña inocente sin sentido de la discreción, va y le pregunta con auténtica sorpresa “Ah, ¿tienes dos?”. A la fecha no me lo perdona, y eso que ha tenido ya bastantes más que esas dos.

Aún así hay cosas que jamás dejarán de sorprenderme de él. Pertenece a la raza increíble de humanos a los que si dejas sueltos cinco minutos, puedes recuperar en la cocina de alguien, platicando y haciendo migas como si tal cosa, con una facilidad de agua. El colmo de ello fue una vez en el Cairo, cuando estábamos todos tirados en un hotel y mi hermanillo decidió bajar por agua o ya no me acuerdo qué. Volvió a los 20 minutos apuradísimo, pidiéndole prestados a mi cuñada sus pantalones limpios y a mi papá su cámara de video. El niño había hecho plática con unos egipcios que estaban abajo y así, de buenas a primeras, lo había invitado a una boda…musulmana. Tenemos aún el video, si si si.

De todos esos recuerdos, el primero, el que alguien más me pasó, es uno que creo que resume muy bien quién es mi hermanito mayor. Cuando nací, él tenía 13 años, y se saltó la barda de su secundaria con todos sus amiguillos vagos para llevarlos a conocer el renacuajo hinchado que era su nueva hermana. Hace 26 años de eso, y el miércoles, cuando me sorprendió con una llamada atrasadíiisima de cumpleaños, me alegré de haberlo pensado esa misma mañana. Pensé en todas las cosas que ahora amo y conozco gracias a él, en todos los golpes, en todas las noches de Carnaval en Mazatlán, en sus dientes chuecos y en cuando lo molestábamos diciendo que se parecía a Eduardo Palomo. Y volvía sentir el mismo orgullo idiota que me invadía cuando iba por mi en su bici y todas decían “¿es tu papá?” o “ay, que guapo está tu hermano”, y la misma añoranza de aquel día que se fue de casa para estudiar la universidad, cuando todos lo fuimos a dejar al barco, y nos contábamos –él desde cubierta, yo desde los pasillos elevados de la terminal- con lenguaje de señas cosas que sólo nosotros entendíamos, que seguiremos siempre entendiendo.

Yo tuve un stalkercito en la campiña

Pues bien, cuando se creyó que mi estancia en estas tierras del noreste tenía ya suficientes eventos como para llenar el argumento de una novela de las 5 (aunque ahora con la familia me he fletado la semana de Sortilegio y Cristo de las Naranjas, qué truculentas sus tramas) salió ahora sí ahora sí ahora sí Chayo, la cereza del pastel.

Estaba anoche a tempranas horas de la madrugada, tranquilizada después de una sesión telefónica de “Pregúntale a Tat” y ya terminando una última llamada con mi nena-gato cuando oí unas piedritas en mi ventana. En el momento no las pelé mucho porque ya había tenido una noche de paranoias cuando “me cerraron las puertas” y entré en el pánico más infantil del mundo, sólo para darme cuenta después de que el señor con cabeza de caballo anda más bien por el kínder, la mujer de blanco (muy guapa, según me dicen) se les sube a las gentes hasta la otra esquina y que, en general, mi sección del rancho está desprovista de ese tipo de presencias.

Terminé mi llamada famosa, llena de cursilerías bonitas e impaciencia (el martes llego, el martes llego el martes llegooooo) y antes de seguir tecleando, decidí recostarme un rato para “estirarme”…lo cual, obviamente, significa que planeaba procrastinar y quedarme dormida así nomás, sólo para despertar a eso de las 5 a poner la alarma y apagar la compu. Pero cuaaaaal, en esas estaba cuando oigo un “Pssst” por encima del ruido del ventilador. –Ok, mi paranoia de nuevo, en que estábamos? –Psst Me incorporo sobre la cama, mis sentidos comienzan a despertarse –Psst –Mierda, sí es real. Apago el ventilador antediluviano (hay que arriesgar un dedo a través de las protecciones para empujar las aspas cuando uno lo prende) y sigo sentada, oyendo hasta la sangre que corre por mis orejas. –Psst, Hola ¿¿¿Y este bato quién será???
Quién sabe como saco mi voz más digna y ofendida y le pregunto que qué quiere. Me sale con que es un muchacho (noooo, neta?) y que a lo mejor no me acordaba de él –Entonces no tengo por que abrir esa cortina, ya me voy a dormir, ¿puedes irte? –Bueno, si quieres mejor hablamos mañana –Ajá, sería más cómodo –Buenas noches pues –Mhm, que descanses

Oigo ruiditos que se alejan, me paro en chinga a apagar la compu, quitar las cosas de la cama, apagar la luz. No sabiendo aún que hacer, con nervios aún por el raro encuentro, me fijo bien en que la cortina esté cerrada. Verán, normalmente dejo sólo una partecita medio transparentosa corrida, para que el aire pueda entrar a este hornito de material (véase el post anterior). Ahora pienso en todas las veces que en la llamada a Tat o en la llamada al gato caminé de un lado a otro, en pijama, mentando madres, diciendo meloseces o brincando…¿cuánto tiempo llevará ese güey ahí? ¿Qué habrá visto/oído? Fuera de esa paranoia de mafioso, me asomo por el espacio entre cortinas y de repente lo veo. No muy alto, con una camiseta de rayas negras, parado junto al camión que estacionan justo atrás del cuarto, viendo hacia la ventana. La típica imagen del stalker, con un twist lagunero. Me quito de la ventana y me quedo tensa a un lado, apenas viendo, más bien oyendo todo, en mi dignidad de pijama de rayitas y miles de ideas a la vez. – ¿Y ahora? Puedo ir a acusarlo con la gente de la casa, puedo mejor irme a dormir al otro cuarto, ¿y si se queda ahí toda la noche? Ya no se oye nada…ahora sí…ahora no…En teoría no puede saltar la barda, sólo estar ahí, pero qué joda.

Después de media hora de escuchar, considerar y acechar, decidí acostarme, pero no dormir. El fulano, que igual y a esas alturas ya se había largado y estaba siendo representado en mi cabeza por los ruidos de los pollos, ya no podía ver nada y si me acostaba, tampoco escucharía, así que eventualmente se aburriría y se iría. Con todo, me quedé como una hora más con las orejas atentas, sudando porque no quise volver a prender el ventilador, y pensando en si debería o no de postear la experiencia. Cuando por fin dormí soñé con miles de teorías sobre la identidad del susodicho, y desperté ya tarde, como cruda, supongo que por la tensión.

El sábado fui de acusona con los de la casa, pero el stalkercuti ya no vovlió esa noche, tal vez porque por la tarde le quité el ladrillo que tan convenientemente había colocado enfrente de mi ventana, para asomarse mejor. Hoy es domingo y ya duermo en Torreón, y me alegro de haber escrito este post desde antes, porque si no, todo lo que tecleara hoy estaría inevitablemente bajo la categoría "malviajes"...Mugre Ítaca, ¿porqué parece tan borrosa?

Fuck modernity

Se que mi hermana odia la posmodernidad, pero a mi me caga, me recontracaga la modernidad. No se puede aún medir la joda que nos ha pegado el seguir ese ideal utópico de progreso, orden, civilización, todos construidos según un mismo modelo, como si las condiciones de vida en todo el planeta pudieran en algún momento ser exactamente iguales. No se me malentienda, me parece muy chido todo aquello como los Derechos Humanos, y demás ideales que buscan que en todas partes se tenga un mismo y satisfactorio nivel de bienestar, de seguridad y demás etcéteras pero, no mamemos: que todos los lugares quieran “modernizarse”-pavimentarse-urbanizarse-automatizarse me parece una soberana insensatez. Sobre todo porque en ese anhelo de ser iguales a los que ponen el modelo de civilización, la gente deja detrás todo lo que en algún momento fue precisamente la sabiduría que les permitía vivir chido en el lugar del que son. A ver, si el adobe es barato, térmico, aguantador (si le das mantenimiento)…¿qué anda uno haciendo construyendo casas de material que son un hornito? Bueno, ok, me van a decir que es más sólido, más resistente y demás, pero entonces, ¿eso mismo piensan los posmodernitos de la ciudad? Porque ahora resulta que en esta ciudad sale hiper-caro construir en adobe porque pues…es térmico y ecológico y tradicional y qué buena ondaaa no?
Es lo curado, lo irónico de nuestros tiempos. Lo que se usaba antes, tradicionalmente, se dejó por anticuado, porque era mucho más atractivo hacerlo todo a la moderna, con aparatos, los mismos materiales que en las ciudades, para, si se puede, un día ser como ellos, que tienen todo. Ajá, y luego va uno a la ciudad y resulta que ahora la gente que puede, elige hacerlo de la otra forma, porque la versión moderna resultó despersonalizadora, fría, cara, inconveniente. O sea que el mejor paso adelante resultó ser un paso atrás, por decirlo de alguna forma. Y los que se sienten atrás están todos apretujándose por llegar a un adelante que, en realidad, no existe. Uroboros.

Mitos

Un don del rancho me dijo hace poquito que el mundo es una bola, está dando vueltas, y la gente en él está también siempre dando vueltas.
Me gusta creer que en esas vueltas siempre pasamos por los mismos senderos, las mismas disyuntivas. El genio de nosotros, humanitos falibles y curiosos, es que de vez en cuando alguno puede saltar con una respuesta totalmente nueva a un problema, e inventarse un nuevo paso de sopetón. Pero fuera de esos atajos que tarde o temprano nos vuelven a llevar a algún otro camino conocido, me parece que llevamos milenios viviendo las mismas historias.
Por eso son tan fuertes los mitos e historias griegos, por ejemplo. En cada una de las historias se puede uno topar con cosas que aún ahora se viven, casi con los mismos sentimientos. Un personal favorito, por razones ya conocidas, es el de Creso, que más bien es una historia que sale en uno de esos paréntesis gigantes de Herodoto. Y viéndolo bien, a todos nos pasa: El hombre era un rey que alguna vez oyó en el oráculo que su hijo mayor moriría una muerte violenta, así que cuando vino la siguiente guerra, decidió sacarle la vuelta al destino y no dejar que su hijo fuera, para no arriesgarlo. Por entonces llegó al reino un monito cuyo nombre no recuerdo, sólo que significaba “Inevitable” y pidió asilo. El rey luego luego lo puso de guardaespaldas de su hijo, y en una de esas, cuando andaba el pobre hijo aburrido de caza, pasa…pues precisamente lo inevitable. El guardaespaldas mandó un lanzazo a alguna presa y mató al hijo. La moraleja? No se puede huir del destino, porque a veces en los mismos pasos que tomas para evitarlo, tú mismo vas a caer.
Otros rostros griegos que uno se topa cotidianamente son los de Pigmalión, que se enamoró de la escultura que él mismo creó; Odiseo y Penélope, en ese larguísimo juego de ausencias y esperanzas; Orfeo, cuya música aplacaba a las fieras (quiero sus discos) y que bajó al inframundo para recuperar a su mujer; Ícaro, que valió madres por querer alcanzar el sol; la hija de Démeter que no me acuerdo cómo se llamaba pero que ya no se pudo salvar del inframundo porque, por curiosa, se le ocurrió comerse una uvita que vio por ahí (pequeños actos, grandes consecuencias). Si tuviera tiempo y habilidad, haría un test de Facebook que se llamara “¿Qué mito griego eres?”