ventana de roma

Hay dos formas maravillosas de disfrutar la lluvia. La primera es estando debajo de ella; eso sí, sin frío ni paranoias de acidez o documentos arruinados. La segunda, de un gusto más melancólico, requiere de una ventana, un techo y una buena vista hacia el mundo que lentamente se va lavando, poniéndose claro y reluciente para cuando por fin salgamos a mojarnos los bajos de los pantalones, pisar charcos sin querer y continuar el camino con los calcetines ensopados. Antes de ese momento, desde el refugio de casa, todo es contemplación y maravilla. Y en la maravilla conviven tanto el descubrimiento de lo inesperado como el reencuentro con escenarios conocidos.

Hoy empezó a llover en la hora más ambarina del día y no me quedó de otra más que moverme con todo y computadora hacia el borde de la única ventana. que da a la calle. Desde mi puesto se oyen truenecitos discretos y aunque la lluvia pasó, aún cruje por ahí el agua que acaba de caer, y hay en el aire ese olor a tierra mojada que, por esta vez, sí es auténtica. Desde la ventana de mi cuarto alcanzo a ver los edificios iluminados sobre Chihuahua: ese anaranjadito que parece colonial, con sus envidiables terrazas emplantadas, justo al lado del mounstro hipermoderno con elevador transparente y pasto creciendo de mosaicos de concreto. Regresando un poquito los ojos a mi propia cuadra, probablemente detrás de la mansión porfiriana trágicamente pintada de azul y gris (la misma que, según mi madre, segurito está llena de fantasmas), se ofrece una vista completa de la zona más intrigante de la calle. Ahí, plantada entre paredes enormes, tapiado su acceso al exterior, con un perrote negro escarbando los pisos de tierra, crece un cachito de ruralidad.

En tanto que provinciana hecha y derecha, no tengo mucha idea de qué tan común sea este fenómeno, lo que no me impide, claro, maravillarme cada vez que me asomo a ver esa burbuja de existencia, que no sé si clasificar de vecindad, predio informal o qué changos. Se trata de un terreno en el que una familia (o al menos un grupo grande de gente) se puso a construir con láminas y maderas una larga galera que supongo son las habitaciones, con todo y su porche de lona y, más pegado a la calle, un cuarto de baño hecho de ladrillos y con una puerta baja; detalle que hace que, en ocasiones, me arrepienta de haberme asomado justo en ese momento. En el extremo que colinda con el muro de mi edificio hay ahora otro cuarto, techado con una lona de la Iglesia Coreana en México, que no estaba ahí hace unos meses, pues recuerdo un amontonadero de tiliches, gatos y bicicletas en el que alguna vez vi jugar a dos o tres niñitos ruidosos.

Al centro del terreno está mi pequeña gran sorpresa: cercado, con puertita de entrada y macetas de flores en los flancos, está un huerto en el que crecen varias plantas que no sabría identificar porque –para mi desgracia- lo provinciano no quita lo urbanita.

Junto al baño hay otro porche en el que se resguarda la lavadora, el lavadero y varios tambos y garrafones de agua. Ahí vi una tarde a unas 8 personas sentadas, partiéndose de risa por una grabación llena de groserías que escuchaban quién sabe de dónde. Son estos mismos vecinos los que cada mañana ponen reggaetón a todo lo que da, aunque a veces suena el banghra remixeado de cierta canción de Punjabi MC, o la infaltable banda Limón que –he aprendido- es muy apreciada por tambien por los otros vecinos, de residencias más convencionales.

La luz casi se va, la lluvia ya no volvió y yo sigo en la ventana. A excepción de una mujer que se apuró a levantar cosas de los tendederos mientras llovía, esta tarde no he visto ningún otro movimiento en el terreno. Hoy me he fijado, en cambio, en el grado de orden que se ve en este microcosmos: será de lo que quieran, y sepa dios a qué se dediquen estas personas para vivir, pero el hecho es que tienen una casa bien llevada, en la que cada cosa parece tener justo su sitio, aún cuando a primera vista pueda parecernos un desmadre improvisado por gente de bajos recursos. Antes de irme, me asomo un poquito más y veo que no todo el piso es de tierra: hay un buen cacho que tiene concreto, con una que otra cuarteadura. Entonces empieza la suposición que a lo mejor hubo ahí un edificiazo, que no aguantó el 85 y tuvo que ser tirado, lo cual abrió el campo para que esta familia se apropiara del espacio e hiciera poco a poco esta burbujita, pedazo de la Roma del que siempre acabo colgada cuando, como hoy, llueve con sol.

3 comentarios:

Char dijo...

Sheba Lewis y el análisis de los microcosmos rururbanos (esa palabra la usaban unos argentinos que conocí hace años.

Da gusto leerte aunque más me daria verte.

ehecatl dijo...

Cási puedo verte nostálgica, curiosa como un gatito y llenando tu cabecita de imágenes y fantasias...como siempre; como desde siempre y hasta siempre.

No se si te admiro mas que te amo o viceversa

Anónimo dijo...

Qué maravilla tu capacidad de observación y la imaginación que echas a volar ante cualquier detalle provocador. Yo nunca he visto a través de esa ventana, pero creo que tus sospechas son ciertas. Se que varias construcciones de la zona colapsaron en 1985 y sus habitantes aun están ahí, esperando que las autoridades los ayuden en la reconstrucción de sus viviendas... Y, como tu observas, ya construyeron un mundo dentro de otro.