bibliofagia

Bueno, pues estoy de regreso; un regreso breve y medido porque mañana me voy al multicitado "rancho" que no es tal, sino un pueblito de Hidalgo del que surge una de las ramas de la familia.
Esta semana en Chiapas tuvo veintemil historias, muchísimos reencuentros con mis aficiones de niña y-porqué no- hasta una torcedura más de rodilla.

Tuvo también una experiencia intensa e invisible, resultado del encontronazo entre mis proyecciones y un libro insospechado. Durante todo el camino por carretera, cuando no estaba platicando con los otros miembros de mi clan de glotones-platicadores-curiosos-guarros-cafeinómanos, ni conduciendo cual monito de caricatura una camioneta que medía de largo ocho de mis pasos (sí, los conté) y de alto ya mejor ni digo, me sumergía irremediablemente en "El mismo mar de todos los veranos", de Esther Tusquets, y me perdía para el mundo.

Y mira que sí era sumergirse en serio, porque la forma de redactar de esa mujer, con eternos párrafos llenos de guiones, de desviaciones, de disgresiones, lo pierde a uno más de una vez; pero es un mareo increíble en el que el vértigo te gana y ya no puedes dejar de bajar por la pendiente que hacen sus palabras ni de ¡zaz! hundirte en el remolino autodestructivo que es su personaje, todo retorcido e intenso.

Lo curioso es que este libro llegó casi por casualidad, en uno de esos arranques de compras que a veces te agarran en una tienda de ropa ("bueno, no me queda, pero mira qué divinos botones"), otras en el súper ("¿quién chingados compró este pelador especial para cáscaras de plátano macho, a ver?") y otras, porqué no, en las librerías, cuando, por ejemplo, uno de tus lectores negligentes te ha mandado a pasear por diez minutos en lo que redacta un voto aprobatorio para un texto que jamás leyó.

En algo así estaba yo, tonteando por el FCE queretano cuando el azul del libro me llamó, su peso se me quedó en las manos y caí una vez más en la misma debilidad de siempre: dejarme guiar por la sonoridad del título. Por eso es que antes quise ser fan de Javier Marías (es que no mames, qué bonito suena eso de "negra espalda del tiempo"o "mañana en la batalla piensa en mí") y el nombre de mi libro favorito ha sido parafraseado una infinidad de veces, porque siempre queda.

El caso, bueno, es que yo lo compré sin saber muy bien de qué trataba, me senté a leerlo en el metro y todo chido, muy introspectivo y decente, como ese libro de Virginia Woolf en el que un niño quiere ir al Faro, y entre que la mamá lo ve y piensa y levanta su taza de te ya pasaron veinte páginas. El nudo del asunto vino cuando poco a poquito empezó a asomar la temática lésbica, totalmente inesperada, y cuando la tipa se avienta unos pasajes intensísimos y retorcidísimos en plena autopista Veracruzana, en la que yo me tuve que ir tragando el asombro y el azote para que los respetables acompañantes no pensaran que estaba loca.

En los días de selva y humedad, Esther se portó bien, o más bien fue que entre tanto pajarraco multicolor, naturaleza ruidosa y fango en los huaraches, no la busqué mucho. Pero claro, tuvo que ponerse piratísima al final y me tocó azotar el libro contra los asientos de enfrente por ahí por la entrada de la carretera de Puebla al DF, y pasarme el resto del embotellamiento quejándome bajito de Tusquets, de las mujeres y de los laberintos que somos todos, de plano.

Con todo, es bastante lindo que un libro te atrape así, te golpee de lleno con la empatía y la catarsis, y te de esa sensación casi de duelo al girar la contraportada y cerrarlo. No sé ustedes, pero si un libro ha sido muy bueno para mi, suelo guardarle el luto uno o dos días; lo vuelvo a hojear, releo las partes que me gustaron, me clavo en lo que no entendí, le doy veintemil vueltas en mis manos y me fijo en qué tanto se maltrató el pobre en esta leída; en sus cicatrices y las mías después del encuentro. Por eso tal vez sean tan atractivos los libros viejitos, ya usados, ya leídos, con muchas cicatrices y muchos caminares encima de ellos, algunos hasta con marcas de pluma o lápiz en el lugar en el que alguien desconocido que anduvo por ahí antes que nosotros decidió pararse a dialogar con la historia.

Hoy es el segundo día de luto y ya estoy considerando lanzarme por otro de ella, o quizás entrarle de una vez por todas a Rayuela, o acabar mejor ese libro sobre un traductor que vive en una isla y que tiene que traducir un libro complicadísimo de Vladimir Nabokov, y como se la pasa en la meditación sobre la inmortalidad del cangrejo y ya lo están apurando, los vecinos le ayudan y de repente toda la isla se ha puesto a traducir cachos del libro famoso. Alguna otra sugerencia por ahi?

3 comentarios:

Rosario Mata dijo...

Yo también le guardo luto a los libros, he incluso dejado de leerlos por un día o dos cuando me faltan las últimas páginas. Y despúes, cuando se acaban y cierro la contraportada, inevitablemente me quedo unos instantes viendo al infinito y abrazando al libro.

Creo que me identifico con ese traductor que procrastinea :P

Te recomiendo:
Diablo guardián de Xavier Velasco (sí, famosillo-culturoso-kitchosito-riquillo-perturbado -como pa mí-) maravilloso con todo y su fama.

y antropologicamente sentimental:

Shabono, a visit to a remote and magical world in the south american rainforest, de Florinda Donner ("etnografico" tan real como la realidad real, tan cierto como todos nuestros encontronazos con los demás)

Char dijo...

Jajajaja pelador de plátano macho, a huevo gooeiii! Y por si no lo sabías es una de las cosas más importantes en una cocina, algo así como las ollas de cocimiento lento (eso qué?)
Yo voto por que leas el del traductor que pone al pueblo a traducir.
Traducción... qué buena palabra! no?
Tengo que dejar de tomar café, beso cafeinado.

Unknown dijo...

exijo una sastisfacción: mas entradas a tu blog! me encanta me encanta me encanta me encanta...

besos