Anacrónicamente feliz

Es domingo por la noche y, para variar, tengo mil cosas que leer antes de que se termine el día. Llena de implacable decisión, me levanto de la silla y cierro la computadora para irme a realizar la muy analógica tarea de subrayar ese dichoso texto de Marketing que parece nunca acabarse. Aunque claro, si quiero subrayar, necesito una pluma, y como no hallo a la eterna pluma de cuatro colores Bic (comercial a quien comercial se merece. Si alguien me hiciera un retrato, tendría que salir con una pluma de ésas), me pongo a hurgar entre el desmadre de lapiceros, crayolas, cutters y demás en mi escritorio-de-nena-del-Porfiriato. En esas estoy cuando llega a los dedos la primera de ellas. Plateada, con extremos cuadrados y un agradable peso, gira en mis manos con una facilidad que me hace querer usarla de inmediato. La dejo, sigue la búsqueda y luego llega otra: color ocre, con un extraño sonidito al moverla, que resulta ser la canica bailando en el cartucho vacío. Ésa es mucho más reciente, pero siempre ha sido de batalla.

Ya olvidado el deseo inicial de hacerle a la lectora seria, revuelvo un poco más y, de los rincones esperados, las voy sacando una a una: la Lamy amarilla con la que se escribió la mayor parte de mi carrera; la Parker negra que siempre chorreaba la tinta pero oh por dios, qué bonita es; una Sheaffer color vino que no recuerdo haber usado, pero que se me antoja. El estuche verde olivo con las impecables plumas del abuelo Camacho; algunas chinas de calidad dudosa; es más, hasta el recuerdo llega de aquella primera, la Mont Blanc que en sus pocos meses de vida conmigo me probó que eso de la marca es más faramalla que otra cosa.

Me acuerdo ahora de cuando no usaba otra cosa para escribir mas que estas plumas fuente. Era un desmadre muy divertido. Siempre tenía el dedo medio manchado por la tinta, y cada que había que rellenar los cartuchos me pasaba horas jugando con las jeringas (sí, tenía un kit de recarga que varias veces fue confundido con instrumental de heroinómano): experimentando las diferentes variedades de colores que podía crear y contemplando, como si no existiera otra cosa, el disolverse de la tinta en los vasos de agua que acumulaba a mi alrededor. A la fecha he visto pocas cosas más sutilmente hermosas que las formas de la tinta cuando uno la vierte en agua.

Con todo, era muy lindo eso de ir de anacrónica a la escuela, con el estuche de plumas que nadie podía usar bien, porque su plumilla se había adaptado a mí. Mi mano, mi peso, mi ángulo de escritura. Andar por la vida con pluma fuente siempre ha sido de un egocentrismo exquisito.

¿Pero qué tienen estas cosas, que las hace tan entrañables? ¿Por qué uno habría de dejar de lado la sencillez de un buen bolígrafo por andar, a estas alturas del partido, manchándose los dedos? La respuesta, me parece, está en el mismo terreno que aquellas que damos para explicar el amor por mandar cartas, tomar fotos con cámara de rollo, poner acetatos en las consolas y usar relojes de cuerda. Ese tipo de artefactos, la mayor parte de las veces más hermosos que prácticos, tienen la capacidad de hacernos anacrónicamente felices. Claro, no se trata de pretender que uno vive en un tiempo anterior y renunciar a los correos electrónicos, las cámaras digitales o –dios nos libre- al iPod y similares. Todo eso puede hacernos la vida más fácil y darnos acceso a miles de ventajas que, aceptémoslo, no tenían los contemporáneos de mi plumita Sheaffer. Y sin embargo, nos mueven.

Todo objeto fabricado por el hombre es a la vez reflejo y condicionante de las características de su época. Toda cosa antigua que llegue a nuestras manos hoy es una especie de testigo de tiempos que no nos fue dado vivir, pero que nos llaman a través del tacto y la evocación estética. Me resulta entre mágico y angustiantemente apasionante intentar pensar en las palabras que habrán escrito estas plumas, los subidones de pulso que habrán presionado las cajas de esos relojes, las fiestas que habrán amenizado aquellos acetatos. El síndrome del Violín Rojo (cfr. con la peli canadiense) es un argumento bastante fuerte a favor de los usuarios anacrónicos, aunque no el único, ni –según yo- el más fuerte.

Hay un encanto especial en rehuir a los mandamientos contemporáneos de practicidad, inmediatez, pureza y definición. Los objetos antiguos y su uso en esta época son atractivos porque nos llevan, precisamente, al aprendizaje de todo aquello rechazado por el acelerón que es la vida moderna. Representan los males de los que los desarrollos tecnológicos de las últimas décadas han tratado de huir: la espera, la minuciosidad, la posibilidad de error, lo irreversible de las decisiones que uno toma con ellos.

No, no puedes regresar el contador de tu cámara y volver a sacar esa foto. No puedes ignorar tu reloj por días y esperar que siga avanzando, perfectamente, sin tu esfuerzo cotidiano. No puedes no voltear el acetato, ni abrir inmediatamente la carta que te enviaron esta mañana. No puedes hacer muchas cosas que la tecnología actual sí te permite, pero eso es justo lo que te hace apreciar las cosas que sí tienes; porque a cambio de la espera, el esfuerzo y la atención, tienes una foto que es el reflejo fiel de los juegos de la luz con lo que sea que haya pasado frente al lente, y un reloj que nunca necesitará una pila nueva, con un ritmo que te suena al de tu propio corazón. Tienes un disco con un sonido distintivo, y un pedazo de papel que tiene no sólo la tinta, sino la huella de las manos de quien te lo mandó.

La incertidumbre y la dificultad también juegan en este sistema de buscar justo aquello de lo que la tecnología nos salva. Puede que tu carta llegue, puede que no; lo mismo que puede que tu reloj se pare un día de éstos. Toda foto, igualmente, es en su estilo un salto de fe. Seres contreras pero al final muy predecibles, nos gusta lo difícil, lo que toma su tiempo y se hace el interesante. Es como estar apostando todo el rato y, si sale, alegrarnos como niños chicos por el milagro.

Eso de dejarse ganar por el lado oscuro es siempre una gran tentación; y cuando en esa sombra están todos los desplazados de la modernidad brillante y acelerada, cuya falibilidad no deja de ser contrastada todos los días, entonces el encuentro se vuelve adictivo. Debería, creo ahora, volver a contemplar las gotas de tinta en el agua, para escribir como si no hubiera tiempo ni prisa. Pero creo que primero voy y termino el libro de Marketing.