En la punta de la lengua

Lo se. Lo saben. Lo sabemos. Mi amor por la comida es tan sólo comparable con aquel por los gatos y las mujeres interesantes. Hay quien dice que no hay amor más puro y sincero que el amor a la comida, y la mayoría de las veces me parece que tiene la boca llena de razón.

Lo pienso cuando muerdo el primer cacho de una berenjena frita, y el sabor de la miel y el aceite me llevan a recordar la pasión andaluza por esta combinación.

Lo creo sin lógica precisa cuando, sorprendentemente, los burritos industrializados comprados al pasar en un Oxxo saben lo suficientemente cercanos al original como para detonar la idea de llevarlos cargando en algún viaje de larga duración a tierras desburritadas.

Lo presiento en el placer de hundir las manos en la masa, ver empañarse los lentes con vapor; incluso cuando las salsas se aferran a mi lengua y la llenan de alfileres.

Lo vivo como fiesta interna si, uno tras otro, se suceden ante los ojos y la lengua tabule, hummus, kippe, bulemas, graibes. La libanesa es una comida que hace sonreír a todo el cuerpo.

En la perfección de un café con leche en el centro, en el acto de fe que es disfrutar unos tacos por la calle; durante horas y horas en las cocinas propias y ajenas; ante infinitas mesas e incluso tras la reflexión propia de las enfermedades del exceso; la comida se nos aparece como una vía para las experiencias estéticas. Disfrutarla es amar al mundo en una forma voraz, caníbal. Alimentarse del objeto de la pasión, y volverlo mediante ese acto de encuentro intenso, parte de uno. No, no hay amor más sincero que ese.

La música salvó la noche. Crónica tardía de un quinzón en la capital.

Pues bien, después una avalancha de datos, estadísticas, quejas fundamentadas y teorías del complot, el segmento sedentario de la casa Tacuba decidió lanzarse al ombligo del mundo para presenciar lo que, en el más extremista de los casos, sería un magnicidio muy bien iluminado. Para bien o para mal, éste no fue el caso, lo que no nos impidió sacarle jugo a la noche y andar, andar, andar por todas las texturas tragicómicas del patrioterismo nacional.

La cita se fijó en Bellas Artes a las 6 pm, en los bordes de un centro que ya desde entonces se comenzaba a poblar de familias entusiastas, parejitas de rostros pintados y uno que otro joven-tribu-urbana, que al parecer se dirigía al escenario del rock nacional. Una vez estuvimos todas reunidas (Avril, Vero, Olinka, Usha), enfilamos los pasos hacia el Zócalo, divirtiéndonos con la ocurrencia tan común de elegir usar la nacionalísima prenda de la selección nacional para el magno evento, y bajándole al encanto en cada uno de los mini retenes que nos tocaron, en los que -tiro por viaje- detenían a la chaparrita de la bolsota. Una vez hubimos llegado hasta el final de Tacuba, flanqueando la enorme fila de aspirantes a entrar a la plancha, decidimos que ya estaba bueno de turismo y decidimos volver al mundo sin granaderos pasando por la calle contigua, en la que estaba el equivalente de la fila rápida de six flags (que luego supimos que eran aquellos del misterioso brazalete) y unos muy atrasados trabajadores que colocaban con grúa la bandera reglamentaria de no se qué oficina de gobierno frente al Teatro de la Ciudad.

Llegadas de nuevo a Eje Central, nos detuvimos un poco ante el escenario ritmos-latinos, del que el grupo malón de salsa y el aún peor sonido nos acabaron corriendo. De ahí siguió un recorrido más o menos errático: vamos al hemiciclo- no mames, ve la pantallota, ya se llenó Zócalo- Bendito dios que no vistieron a Adela Micha de china poblana- a ver, pasemos a campo traviesa- ¿y ese gusanote inflable qué es?- ah, es un Quetzalcóatl-¿porqué todos los batos de plumita están comiendo plátanos?- güey, no te burles, son los voluntarios, qué horribles trajes, caray- ahi se ven, me voy a tirar un rato al pasto-¿quieren chicloso coreano?

La esperanza estaba a punto de perderse: eran como las 8 y estábamos ya con los pies cansados, por metro Hidalgo y pensando cada una para sus adentros "mierda, me hubiera quedado a verlo en casa". Sin embargo, decidimos seguirle, y aplicando la eficaz técnica del elefantito logramos sortear a la multitud rumbo a Reforma. Finalmente, entre un desierto de carros alegóricos apagados, vimos las señales luminosas del desfile aún en marcha...y nos giramos hacia el otro lado, yendo a dar a la calle cerrada por el Caballito en la que el escenario del Vive Lat...perdón, del rock nacional, se había establecido. Una sesión de apachurrones y empujadas en el mero borde nos devolvió la energía (no hay nada como la transmisión de sentimientos colectivos por ósmosis), y pudimos disfrutar de la música de Kinky, y de los comentarios de un Hidalgo vestido de negro, con probable aliento de borracho, que no dejaba de burlarse de cuanto incauto se ponía a saltar la valla de seguridad. En una de las sesiones de brincos, mi hermana tuvo a bien meter su manita en la axila sudorosa del tipo de enfrente, por lo que pasó la primera media hora viendo su mano y haciendo caras de "iuuu"... a la segunda media hora, como era de temerse, se le olvidó.

Salimos de la zona justo cuando comenzaba la presentación de La Maldita Vecindad, y ya nos disponíamos a buscar una cantina (con tele, claro) cuando cierta música nos puso a bailar y nos hizo quedarnos donde estábamos, lo cual nos dió el tiempo de descubrir que La Maldita, lo mismo que todos los otros grupos, se oía y disfrutaba mejor de lejitos, con todo el espacio de Reforma disponible para nosotros, además de un sonidazo bastante respetable. Los ánimos se fueron levantando y emprendimos el peregrinar eufórico hacia el Ángel. A cada cien pasos, pantallas en los camellones reproducían el ambiente de fiesta del escenario primero, y pequeños grupos bailaban y brincaban por la calle.

Ok, ellos bailaban, nosotras éramos las que, cual muppets con anfetaminas, brincábamos caóticamente mientras avanzábamos. Así llegamos al escenario joven-adulto-contemporáneo, en el que una Lila Downs bastante despechugada despachaba Cucurrucucú Paloma con un registro tan amplio que inmediatamente se ganó la fe que le había negado al ser músico/cliché de-paquete-chairo. Así las cosas, para cuando decidimos seguir, las transmisiones y los conciertos cesaron, lo que lelvó a la inevitable rechifla de los diferentes públicos hacia los pobres conductores. Ni modo, disposición oficial: el baile y el trayecto se suspenden, vamos a sentarnos al camellón de Reforma. Nos acomodamos para el magnicidio con mayor aprobación de la historia o para unos fuegos artificiales del más puro estilo olímpico, nadie lo sabe aún. Sale el bato, grita cosas, mueve su banderita, y a pesar de saber del cuento chino en el que nos estamos sumergiendo, no hay duda: tanta gente repitiendo ese nombre, como un mantra trisilábico y pulsante, moviendo la misma telita de colores, siendo tan re jodidamente entusiasta; tanto y tanto acaba por colársele a uno y en el fondo algo se mueve al pensar que somos de los pocos países incautos que todavía se aman salvaje, dolorosamente, y que tanto amor acompasado puede, algún otro día, llevar a algo.

De ahí a la euforia inevitable de los fuegos artificiales salpicando Reforma fue sólo un paso, y todos fuimos niños al seguir con los ojos el tronido del Ángel, el incendio aparente de la palmera de Niza y...sí, la despampanante cascada de luces que le escurría al Palacio Nacional por la pantalla. Unos minutos de eternidad después, el cielo chilango se nos quedó de colores humeantes, la razón empezó a volver a nosotros y la marcha se reanudó, esta vez detenida por un instinto igual o más primigenio que el fuego y la luz: los vendedores ambulantes de comida, esos héroes anónimos.

La primera escala fue junto a un carrito en el que los algodones se creaban, muy poéticamente: entre olor a gasolina y briznas escapadas en el aire, briznas que tanto niños como adultos se esforzaban en cachar a saltos. Tras una segunda escala en unas tostadas picosísimas, tuvimos todos los elementos para ir a encontrarnos con el gran emblema porfirista convertido en embajador de la chilanguez renovada. El pobre Ángel tenía para entonces una ubicación privilegiada para atestiguar las babosadas poco afortunadas que soltaban los conductores de la noche, entre las que destacó especialmente el momento en el que Vanessa Bauche confundió a los Tigres del Norte con Jesucristo y los llamó "Los Reyes de Reyes".

Con todo y todo, los Tigres se portaron a la altura de su leyenda. Tocaron, aconsejaron y tomaron saludos y peticiones del público y, por supuesto, se echaron varios de sus temas consagrados. Curioso, como la emoción de la masa (entre la que ya nos contábamos) al entonar "Camelia la Texana" parecía superar con facilidad la que se tuvo en el momento ya pasado de cantar el himno nacional. Ímpetu compartido que hizo temblar el piso de la glorieta, transfigurando rostros en el momento justo en el que todos cantaban "la traición y el contrabaaaandooo, son cosas incompartidas". Qué maravilla surrealista, escuchar semejante corridón en la columna de la independencia tal y como se la imaginaban hace cien años. Qué elocuencia accidental de los planificadores y qué placer de estar dando brincos justo aquí.

Yo hubiera seguido ahí, bailando y enterándome de letras pegadoras, pero el cansancio del grupo exploratorio había llegado a un tope, así que nos fugamos al universo paralelo que es Zona Rosa y ahí acabamos la noche, con mezcal y coronitas, preguntándonos si, después de haber pasado la semana repelando, deberíamos o no de sentirnos culpables por habernos divertido tanto. La conclusión (al menos la mía) es que, con o sin grito, la música compartida con la intensidad que sólo da una fecha de ruptura, esos paréntesis de tiempo y celebración -si se quiere- de lo tambaleante, salvó definitiva, inevitablemente la noche.

sabores, maletas y un post clavadote

-Me da dos hates para comer aquí y ocho para llevar, pero con la crema aparte y el tomate y...
-¡Aaaah! ¿los quiere para volar? ahorita se los tengo.

Y así comienza un cacho de conversación con el héroe anónimo de los exiliados paceños, el orgulloso exportador de sabores familiares a sepa dios cuántos lugares de la república. Y, oh sorpresa, resulta que es originario de un pueblo de Michoacán, ahí cerquita de Guanajuato; aunque claro, después de 26 años viviendo acá, como él mismo dijo, es ya más paceño que otras cosas.

Yo soy paceña por nacimiento, pero habrá que ver la cantidad de "otras cosas" que han entrado en la mezcla, porque a veces no puedo evitar ver las cosas desde afuera, cuando tantas otras se viven desde adentro. Unos días no siento nadita de gusto al quemarme en las mismas calles y sentir el mismo polvo en el paladar, y a los cinco minutos, el carro llega al malecón en plena efervescencia de la tarde y ¡zaz! se me sale el alma entera y no queda más remedio que ponerme a bailar con el pasito de Flashdance hasta que un chihuahueño se alarme y vaya a hacer el risible pero muy honesto intento de morder la pierna danzante.

En ocasiones siento que si viviera permanentemente acá me secaría por dentro, que mi lugar aún no sabemos donde queda, pero que definitivamente no podría ser éste. En otras, sentada en el kayak con los pies metidos en el agua tibia, siento como si en este lugar se encontrara la respuesta de todo, abso.luta.mente todo...y no, no es 42...¿o sí?

De cualquier modo, casa o no casa para el futuro, esta península es ciertamente la fuente de muchos sabores preferidos, reencontrados y al final del día cargados en pesados paquetes de los que me quejo en el camino, pero de donde siempre salen, triunfantes y olorosos, a regar un poco de la sensación de casa en donde quiera que acabemos nuestro recorrido.

(Curioso, al empezar a escribir esto jamás imaginé terminar haciendo la apología del hot-dog paceño y aledaños).

El punto es, supongo, que uno siempre se queda con pedacitos de los suelos que pisa, de las tierras que se come. Es éste, quizás, el verdadero sentido de casa y de viaje, como unidades complementarias. La casa son esos primeros revoltijos, los más viscerales e imponentes. Los que te llevan, por ejemplo, a rechazar automáticamente la idea de un taco de asada con tortilla de maíz (o, dios no lo quiera, tortillina), o a sonreír cada que ves un molinito de viento. Alrededor de este nudo primigenio se van ensortijando más y más sabores y lugares, rostros y secuencias de movimientos. Son las inevitables "otras cosas": imágenes que hacen que mientras más vivas, más te vayas llenando por dentro, de manera que todo eso que alguna vez estuvo afuera ahora empuja para todos lados dentro de ti. La casa es todo sabor al fondo de las cosas, los recuerdos que siempre encuentras esperándote, el monótono, tranquilizante sonido de cuatro relojes de pared. El viaje, luego, es ir en busca del asombro, y seguir construyéndose a sí mismo con cuerda nueva y manos de los otros.

Me hubiera gustado tener más tiempo para platicar de sabores y lugares con el don de los hates, con las señoras de la machaca y con Casimiro, el gran proveedor de la miel de Santiago. Llevados a elegir, seguro seguiría hablando con la vendedora de queso en Las Barracas, que no se pudo quitar la sonrisa desde que Carmen le dijo cuán parecida era a esa foto antigua colgada de la pared del porche, y que resultó ser de su mamá. De su queso fresco mejor no hablamos, porque ése si que no se puede ir de viaje tan fácil, y no quiero ponerme a extrañar antes de tiempo, ahora que estoy haciendo maletas.

de reforma y marcha

Nos guste o no, muchos de los que fuimos criados en la moral judeocristiana somos unos culpígenas de clóset. Sin ir más lejos, el viernes pasado me embarqué en una expedición de expiación de pecados que habría hecho enorgullecer a mi abuelita. Muerta de pena por haber entregado el depagatos en condiciones tan lamentables que sus dueños sospecharon que había hecho el fiestón del mes (sin saber que lo más intenso que hubo fue una partida de Scrabble...de lingüistas), elegí precisamente esa mañana para armarme de burritos de machaca, música nueva y la mejor disposición para aceptar errores pasados; y me lancé en metrobús rumbo a Reforma, en donde la verdadera experiencia religiosa me esperaba.

Lo que sigue es el recuento de la experiencia vivida por la CUPC (Comisión Unipersonal de Pacificación y Concordia) México-Francia, que no podía haber elegido un día más cajeto para llevar a cabo su misión. Agradecemos el apoyo de las embajadas de Canadá y Atizapán, sin las que no estaríamos hoy contando esto tan quitadas de la pena.

Apenas pasando la estación de Hamburgo, el autobús se detuvo. El fondo musical de la ardidez norteña me impidió fijarme en las razones de la parada hasta que, pasados diez minutos, comencé a ver a una multitud de gente que caminaba hacia Chapultepec sosteniendo pancartas y lonas bajo el solazo del mediodía. -Mierda, una marcha...pero ¿qué no van normalmente hacia el otro lado?- Diez minutos después, el chofer nos dejó bajar por la puerta de emergencia (un sueño chilango más que se me cumple), con lo que fui a dar a un caos hirviente en el que masas y masas no dejaban de circular, mientras que una mujer gritaba en el megáfono apocalípticos mensajes acerca de la inminente inundación de Chimalhuacán. Para terminar el cuadro, un helicóptero que sobrevolaba la mega-marcha tuvo la ocurrencia de bajar en esos momentos a grabar o algo por el estilo, causando un revuelo de aire y hojas que junto con los gritos y el calorón completaba la lista de señales de fin del mundo.

Caminé por la lateral esperando el camión salvador, hasta que una poli que desviaba el tráfico me informó que la marcha iba a Los Pinos y que no iba a haber paso para ningún transporte. Ya estaba yo ajustándome los tirantes de la mochila y preparándome mentalmente (o imbécilmente, como se desee) para caminar hasta Las Lomas cuando, claro, hizo su aparición el camión salvador. Moraleja uno: nunca le creas a un Tránsito estresado. Moraleja dos: ¡Hay esperanza!

El Atenea, sin embargo, avanzaba a un paso tan lento que al poco tiempo me encontré preguntándome si no iría más rápido a pie, y deseando hacer traído la bici. En esas andaba cuando se subió un grupo de mujeres con gorra, ropa blanca y cara asoleada; el atuendo tradicional de voy-a-la-marcha. ¡Ajajá! las tramposas preguntaban si el bus las dejaba por Los Pinos y tras recibir la respuesta, se instalaron con lujo de ruido y chismes. Moría por hacerles la plática, pero me contuve, y me clavé más bien en preguntarme por qué oh, por qué es que Morgane tenía que trabajar por ESOS rumbos y yo venir justo ESTE día. La respuesta llegó con la liberación decidida de la liga de la Moleskine y un clic de pluma chorreada: en este caso, como en tantos otros, no queda más que observar y disfrutar.

El conductor del Atenea, me fijo ahora, es un temerario que surfea entre los carriles atascados, y yo aprendo a amar su gesto de desdén cada que algún hombre incauto hace la parada e intenta subirse a nuestro bus amazónico. Sin embargo, al poco tiempo la circulación lo fastidia y decide botarnos a todas antes de desviarse por calles menos intensas. Bajo de nuevo al griterío a la altura de Chapultepec y me uno inopinadamente a la marcha, que anda ya en la etapa de gritos como "¡Tenemos la fuerza, tenemos la razón!", acompañados de la oferta de los siempre oportunos vendedores ambulantes. Mientras paso junto a niños que hacen pipí en los árboles de la banqueta y a polis divertidos con el desmadre, pido la primera ayuda logística a la embajada de Canadá, país aliado de la CUPC. Los gritos suben de tono con "¡Si no hay solución, nos quedamos en plantón!", y yo me pregunto si ésa es una estrategia que pueda usar con Mo en caso de lograr llegar a las Lomas en algún momento del día. La embajada me recomienda seguir adelante hasta que la marcha se desvíe, y entonces sí tomar otro camión, así que allá voy.

A paso veloz entre los más de 2500 chumalhuaqueños (o como se diga), pienso en las lecturas de antropología hechas hace poco, que hablan del sentido de la peregrinación y el sacrificio físico para alcanzar la expiación de las culpas y un estado de iluminación. A esos académicos seguro también los agaró una marcha de camino a disculparse con una amiga.

-Órale, que no las trajimos a descansar, mis reinas- Unos señores regañan a sus compañeras y éstas se ríen y siguen chismeando al pasito. Se empieza a nublar...-Nomás falta que nos llueva-. Casi se oye la respiración de los vendedores de impermeables, que de seguro esperan agazapados en algún hoyo de Chapultepec, listos para salir en el momento justo de la tarde y destronar a los vendedores de helado verde fosforescente.

Llego al Auditorio Nacional y allí se van quedando las voces de "¡Felipe, atiende al pueblo que te mantiene!". Sin perder el paso, poco a poquito me rodeo de silencio y del placer inesperado de caminar por un Paseo de la Reforma vacío y con clima perfecto. Casi llegando al Periférico pasa un camión y me subo para un recorrido breve y lleno de voces de oficinista quejándose del marchononón.

Y, claro, como una semana sin estupideces no es una semana digna de vivirse, me equivoco en la ubicación y me bajo como 6 cuadras antes de lo previsto. Gotas de lluvia empiezan a caer sobre el camino de subida, y me alegro de al menos no ser uno de los automovilistas amargados por el embotellamiento. Las cuadras y las centenas se suceden, empiezo a resoplar como caballo fatigado, pero no me permito parar. Nortec y la certeza de estar siendo deliciosamente ilógica me dan pilas. Finalmente, con sudor y lluvia confundidos en la pobre de mi blusa nueva, llego a la famosa oficina de Reforma 1110 para encontrarme con la noticia de que Mo salió a comer. No me queda más que sentarme a esperarla, y pensar por primera vez en todo el día en qué changos le voy a decir...

Media hora después salgo de nuevo a la lluvia, con el paso ligero de quien ha cumplido con una manda y ahora tiene la conciencia un poquito más clara. Eso y la prisa por llegar a la escuela me empujan a caminar hasta el Auditorio, donde los manifestantes siguen reunidos. A estas alturas, el impacto de su fuerza y su razón están mermados por el uso poco glamoroso de capitas de plástico y de voces de megáfono del estilo de "Señora Rosario del rancho Las Nieves, la esperan aquí enfrentito del stand". Después de dirigirle una última mirada al caos de chimalhuaqueños (o como se diga), me dejo tragar por el calorcito húmedo del metro y, haciendo rutas y frases en la cabeza, concluyo que no llego al primer compromiso escolar ni yendo a bailar a Chalma. Tengo, sin embargo, un cansancio feliz y simplón, y un alivio de peregrino recién llegado, de católico de clóset.

Extraño

Son casi las cinco de la mañana y he dejado de intentar dormir. Creo que es una mala idea comerse una lata entera de salmón en aceite para la cena. Con arroz. Del falso. Ok, ahora entiendo de dónde puede venir todo esto. Y ese mosquito, ese mugre sonidito insistente que no deja de sobrevolarme como si yo fuera su estación de carga. Un momento ¡lo soy! Y para no frustrarme tratando inútilmente de escapar a la consciencia, he caído en la siempre amable ruta del debraye.

En ella aparecen demasiadas imágenes recientes, porque he de decir que este fue un fin de semana bastante variopinto, surreal incluso.

El viernes, por ejemplo, mientras estaba cuidando el Departamento de los Gatos, llegó mi amigo Benjamín de visita. Ya nos disponíamos a pasar una tranquila noche de tequila corriente y pláticas cuando me llama Anais, y me cuenta que había dejado plantada a su amiga Melissa en la estación del norte, y que ya la imaginaba sola, aterrada, confundida en este lugar nuevo para ella. Corte a:
Benjamín y Sheba en el trolebús, continuando la plática y pasándose un termito con tequila "para el camino".

No la encontramos aterrada, pero la encontramos al fin, y después de topar a un borracho que nos invitó a una fiesta, decidimos llevarla a casa, donde los dos franceses me mostraron la contraparte francófona de Jose Alfredo Jiménez y de Lola Beltrán (que incluso tiene una canción que se llama "El águila negra") y se emocionaron a la vez cuando les dije que en algún punto de la casa había Ricard. Ya cuando estaba a medio dormir, noté que de los 3 gatos en el catálogo doméstico, había una que llevaba horas sin aparecer. La busqué un ratillo, pero pronto asumí que estaría dormida por ahí y me fui, ya por instrumentos (frase de papá), a la cama.

Pero claro, pasé la noche soñando con el misterio del gato desaparecido y cuando despierto ¡Zaz! que falta otro más. La ventana abierta, el recuerdo borroso de la noche, la paranoia trágica que me habita, todo me llevó a imaginar los peores escenarios y subir y bajar al menos unas tres veces las escaleras del edificio, preguntando por Umi a Vecino hipster y a Portera fatalista, que resultó estar peor que yo con su "Uy muchacha, se me hace que se fue a la azotea y de seguro ya se lo llevaron, igual si quieres ve a ver, pero no creo".

Pánico e hiperventilación en modo intenso, revolví el departamento buscando una manchita blanca-gris y una manchita negra con carácter, cuando Benjamín me dijo que había visto a la mancha negra salir de detrás de una cama. Ok, reducimos el pánico a la mitad, y con eso y la esperanza de que al sentir la paz del departamento la famosa Umi volviera a la luz, me fui a clase.

Varias horas después vuelvo y nada. Vecino fotógrafo me presta las llaves de la azotea y yo me trepo a cuanto muro se deja, me asomo por todas las bardas, planeo todas las rutas, todo sin señal de gato. Bajo, angustiándome por adelantado por lo que le diré a su madre, que justo ahora se casa, y de repente, la veo.

Umi, en el alféizar, detrás del vidrio cerrado, mirando serenamente el horizonte...bueno, las ventanas de enfrente. ¿Saben cómo es cuando mueres de pánico en el Kilauea de Six Flags, esperando a que el juego te dispare hacia el cielo, luego a que te precipite hacia la tierra, y al final sientes la ingravidez? Pues eso.

Toda esa tarde estuve bajo el efecto de una droga llamada pierdegato (que solo funciona cuando lo encuentras, claro): tanto fue su impacto, que no me fijé en el frío ni el cielo nublado, y salí con mi hermana a recorrer el centro así como estaba. De la experiencia de ese día puedo informarles que sandalias y pescadores claros NO son buena idea para una tarde de lluvia y charcos, pero sí hacen que te sientas como Merlín recién teletransportado de las Bahamas (quien no entienda la referencia por favor, déjeme invitarle una sesión de clásicos de Disney).

Por la noche fueron los lingüistas a la casa y supongo que les calenté la cabeza con las advertencias repetidas de "¡no dejen escapar a los gatos!", pero ellos se vengaron de la manera más elegante. ¡Ay, cuánta razón tenían aquellos que desaconsejaban jugar Scrabble con lingüistas!

El domingo comenzó temprano, con el repicar de las campanas de una iglesia de ahí juntito (que Carmen insiste, es electrónico) y Boru (el gato que jamás se fue) saltando sobre el ojo de Avril. Para mi buena suerte, estaba rodeada de adictos al café, así que todos acordamos ir por nuestra dosis a la calle de López (la nueva favorita en el siempre intenso centro) antes de buscar, sin mucho esfuerzo, el mercado de San Juan. Si para las tres sibaritas que íbamos llegar ahí fue como un milagro dominical, no les cuento lo que se veía en la cara del buen Benjamín. Quesos, muchos, distintos, olorosos, enormes. Salchichones, piernas, ibéricos, chamorros. Pan de centeno, pan de pueblo, alcachofas enormes y unas flores de calabaza que uno no sabe si hacer en sopa o poner en la sala. Aquello era tan bonito, y además tan lleno de tapitas gratis (de las que tienen pan, queso y cositas, no de las que Ben usa para emborrachar mexicanos), que entramos en una especie de euforia sensitiva bastante cajeta, y básicamente nos dedicamos a seguir al Güero en su reencuentro con los sabores familiares. Imagino que será como si estuviera uno en Rusia y le saliera al paso una señora con tlacoyos, Boing y jícamas con chile.

Algunos quesos, tapioca y carne de avestruz después, estábamos Usha y yo despidiendo al Güero en el trolebús. Se nos iba como el francés del estereotipo, con su baguette bajo el brazo, y no fue sino hasta que volvimos al depa que me di cuenta de que lo que no llevaba era algo bastante más banal: sus llaves. Al llamarle para advertirle, me contesta otra voz, diciendo que es número equivocado. Entra de nuevo la paranoia pierdegato, que se ve aumentada cuando llamo una, dos y tres veces más y me manda a buzón, y Usha marca desde su número y le contesta otra voz, diciéndole que no es casualidad este contacto, que él es un siervo del señor y que tiene un mensaje para ella, nada más y nada menos que de parte de Cristo.

Usha, en su estilo habitual, le dice que chido, que le salude a Cristo, pero que primero le diga dónde dejó a nuestro amigo y porqué está contestando su teléfono. Cruzan dos frases más y cuelgan, dejándonos con un malviaje aún más surreal: en el camino a la central, Ben fue secuestrado por una secta cristiana, y lo están llevando a algún rancho de adoración, con todo y baguette-emblema.

Unos minutos después, llega el mensaje de Ben, diciendo que no tenía crédito y acaba de llegar a su casa. Corte a:
Usha y Sheba yendo a comer pozole, preguntándose si habrá algún empleado de Telcel al que le guste intervenir las líneas cuando no tienen crédito, y transmitir así su mensaje religioso a los incautos.

Oigan, era eso o asumir que Cristo le había pasado un mensaje a mi hermana y ella lo había tirado de a loco y tildado de roba-celulares.

El fin del domingo, y de este fin tan intenso, incluyó un viaje en taxi con cobro extra por el uso de cajuela, una narración de una bonita salida de clóset y la loquísima película del Imaginarium del Dr. Parnassus. Eso y dormir como tronco unas doce horas seguidas, cosa que, en este momento en el que raya el día, extraño bastante.

ventana de roma

Hay dos formas maravillosas de disfrutar la lluvia. La primera es estando debajo de ella; eso sí, sin frío ni paranoias de acidez o documentos arruinados. La segunda, de un gusto más melancólico, requiere de una ventana, un techo y una buena vista hacia el mundo que lentamente se va lavando, poniéndose claro y reluciente para cuando por fin salgamos a mojarnos los bajos de los pantalones, pisar charcos sin querer y continuar el camino con los calcetines ensopados. Antes de ese momento, desde el refugio de casa, todo es contemplación y maravilla. Y en la maravilla conviven tanto el descubrimiento de lo inesperado como el reencuentro con escenarios conocidos.

Hoy empezó a llover en la hora más ambarina del día y no me quedó de otra más que moverme con todo y computadora hacia el borde de la única ventana. que da a la calle. Desde mi puesto se oyen truenecitos discretos y aunque la lluvia pasó, aún cruje por ahí el agua que acaba de caer, y hay en el aire ese olor a tierra mojada que, por esta vez, sí es auténtica. Desde la ventana de mi cuarto alcanzo a ver los edificios iluminados sobre Chihuahua: ese anaranjadito que parece colonial, con sus envidiables terrazas emplantadas, justo al lado del mounstro hipermoderno con elevador transparente y pasto creciendo de mosaicos de concreto. Regresando un poquito los ojos a mi propia cuadra, probablemente detrás de la mansión porfiriana trágicamente pintada de azul y gris (la misma que, según mi madre, segurito está llena de fantasmas), se ofrece una vista completa de la zona más intrigante de la calle. Ahí, plantada entre paredes enormes, tapiado su acceso al exterior, con un perrote negro escarbando los pisos de tierra, crece un cachito de ruralidad.

En tanto que provinciana hecha y derecha, no tengo mucha idea de qué tan común sea este fenómeno, lo que no me impide, claro, maravillarme cada vez que me asomo a ver esa burbuja de existencia, que no sé si clasificar de vecindad, predio informal o qué changos. Se trata de un terreno en el que una familia (o al menos un grupo grande de gente) se puso a construir con láminas y maderas una larga galera que supongo son las habitaciones, con todo y su porche de lona y, más pegado a la calle, un cuarto de baño hecho de ladrillos y con una puerta baja; detalle que hace que, en ocasiones, me arrepienta de haberme asomado justo en ese momento. En el extremo que colinda con el muro de mi edificio hay ahora otro cuarto, techado con una lona de la Iglesia Coreana en México, que no estaba ahí hace unos meses, pues recuerdo un amontonadero de tiliches, gatos y bicicletas en el que alguna vez vi jugar a dos o tres niñitos ruidosos.

Al centro del terreno está mi pequeña gran sorpresa: cercado, con puertita de entrada y macetas de flores en los flancos, está un huerto en el que crecen varias plantas que no sabría identificar porque –para mi desgracia- lo provinciano no quita lo urbanita.

Junto al baño hay otro porche en el que se resguarda la lavadora, el lavadero y varios tambos y garrafones de agua. Ahí vi una tarde a unas 8 personas sentadas, partiéndose de risa por una grabación llena de groserías que escuchaban quién sabe de dónde. Son estos mismos vecinos los que cada mañana ponen reggaetón a todo lo que da, aunque a veces suena el banghra remixeado de cierta canción de Punjabi MC, o la infaltable banda Limón que –he aprendido- es muy apreciada por tambien por los otros vecinos, de residencias más convencionales.

La luz casi se va, la lluvia ya no volvió y yo sigo en la ventana. A excepción de una mujer que se apuró a levantar cosas de los tendederos mientras llovía, esta tarde no he visto ningún otro movimiento en el terreno. Hoy me he fijado, en cambio, en el grado de orden que se ve en este microcosmos: será de lo que quieran, y sepa dios a qué se dediquen estas personas para vivir, pero el hecho es que tienen una casa bien llevada, en la que cada cosa parece tener justo su sitio, aún cuando a primera vista pueda parecernos un desmadre improvisado por gente de bajos recursos. Antes de irme, me asomo un poquito más y veo que no todo el piso es de tierra: hay un buen cacho que tiene concreto, con una que otra cuarteadura. Entonces empieza la suposición que a lo mejor hubo ahí un edificiazo, que no aguantó el 85 y tuvo que ser tirado, lo cual abrió el campo para que esta familia se apropiara del espacio e hiciera poco a poco esta burbujita, pedazo de la Roma del que siempre acabo colgada cuando, como hoy, llueve con sol.