En la punta de la lengua

Lo se. Lo saben. Lo sabemos. Mi amor por la comida es tan sólo comparable con aquel por los gatos y las mujeres interesantes. Hay quien dice que no hay amor más puro y sincero que el amor a la comida, y la mayoría de las veces me parece que tiene la boca llena de razón.

Lo pienso cuando muerdo el primer cacho de una berenjena frita, y el sabor de la miel y el aceite me llevan a recordar la pasión andaluza por esta combinación.

Lo creo sin lógica precisa cuando, sorprendentemente, los burritos industrializados comprados al pasar en un Oxxo saben lo suficientemente cercanos al original como para detonar la idea de llevarlos cargando en algún viaje de larga duración a tierras desburritadas.

Lo presiento en el placer de hundir las manos en la masa, ver empañarse los lentes con vapor; incluso cuando las salsas se aferran a mi lengua y la llenan de alfileres.

Lo vivo como fiesta interna si, uno tras otro, se suceden ante los ojos y la lengua tabule, hummus, kippe, bulemas, graibes. La libanesa es una comida que hace sonreír a todo el cuerpo.

En la perfección de un café con leche en el centro, en el acto de fe que es disfrutar unos tacos por la calle; durante horas y horas en las cocinas propias y ajenas; ante infinitas mesas e incluso tras la reflexión propia de las enfermedades del exceso; la comida se nos aparece como una vía para las experiencias estéticas. Disfrutarla es amar al mundo en una forma voraz, caníbal. Alimentarse del objeto de la pasión, y volverlo mediante ese acto de encuentro intenso, parte de uno. No, no hay amor más sincero que ese.