La música salvó la noche. Crónica tardía de un quinzón en la capital.

Pues bien, después una avalancha de datos, estadísticas, quejas fundamentadas y teorías del complot, el segmento sedentario de la casa Tacuba decidió lanzarse al ombligo del mundo para presenciar lo que, en el más extremista de los casos, sería un magnicidio muy bien iluminado. Para bien o para mal, éste no fue el caso, lo que no nos impidió sacarle jugo a la noche y andar, andar, andar por todas las texturas tragicómicas del patrioterismo nacional.

La cita se fijó en Bellas Artes a las 6 pm, en los bordes de un centro que ya desde entonces se comenzaba a poblar de familias entusiastas, parejitas de rostros pintados y uno que otro joven-tribu-urbana, que al parecer se dirigía al escenario del rock nacional. Una vez estuvimos todas reunidas (Avril, Vero, Olinka, Usha), enfilamos los pasos hacia el Zócalo, divirtiéndonos con la ocurrencia tan común de elegir usar la nacionalísima prenda de la selección nacional para el magno evento, y bajándole al encanto en cada uno de los mini retenes que nos tocaron, en los que -tiro por viaje- detenían a la chaparrita de la bolsota. Una vez hubimos llegado hasta el final de Tacuba, flanqueando la enorme fila de aspirantes a entrar a la plancha, decidimos que ya estaba bueno de turismo y decidimos volver al mundo sin granaderos pasando por la calle contigua, en la que estaba el equivalente de la fila rápida de six flags (que luego supimos que eran aquellos del misterioso brazalete) y unos muy atrasados trabajadores que colocaban con grúa la bandera reglamentaria de no se qué oficina de gobierno frente al Teatro de la Ciudad.

Llegadas de nuevo a Eje Central, nos detuvimos un poco ante el escenario ritmos-latinos, del que el grupo malón de salsa y el aún peor sonido nos acabaron corriendo. De ahí siguió un recorrido más o menos errático: vamos al hemiciclo- no mames, ve la pantallota, ya se llenó Zócalo- Bendito dios que no vistieron a Adela Micha de china poblana- a ver, pasemos a campo traviesa- ¿y ese gusanote inflable qué es?- ah, es un Quetzalcóatl-¿porqué todos los batos de plumita están comiendo plátanos?- güey, no te burles, son los voluntarios, qué horribles trajes, caray- ahi se ven, me voy a tirar un rato al pasto-¿quieren chicloso coreano?

La esperanza estaba a punto de perderse: eran como las 8 y estábamos ya con los pies cansados, por metro Hidalgo y pensando cada una para sus adentros "mierda, me hubiera quedado a verlo en casa". Sin embargo, decidimos seguirle, y aplicando la eficaz técnica del elefantito logramos sortear a la multitud rumbo a Reforma. Finalmente, entre un desierto de carros alegóricos apagados, vimos las señales luminosas del desfile aún en marcha...y nos giramos hacia el otro lado, yendo a dar a la calle cerrada por el Caballito en la que el escenario del Vive Lat...perdón, del rock nacional, se había establecido. Una sesión de apachurrones y empujadas en el mero borde nos devolvió la energía (no hay nada como la transmisión de sentimientos colectivos por ósmosis), y pudimos disfrutar de la música de Kinky, y de los comentarios de un Hidalgo vestido de negro, con probable aliento de borracho, que no dejaba de burlarse de cuanto incauto se ponía a saltar la valla de seguridad. En una de las sesiones de brincos, mi hermana tuvo a bien meter su manita en la axila sudorosa del tipo de enfrente, por lo que pasó la primera media hora viendo su mano y haciendo caras de "iuuu"... a la segunda media hora, como era de temerse, se le olvidó.

Salimos de la zona justo cuando comenzaba la presentación de La Maldita Vecindad, y ya nos disponíamos a buscar una cantina (con tele, claro) cuando cierta música nos puso a bailar y nos hizo quedarnos donde estábamos, lo cual nos dió el tiempo de descubrir que La Maldita, lo mismo que todos los otros grupos, se oía y disfrutaba mejor de lejitos, con todo el espacio de Reforma disponible para nosotros, además de un sonidazo bastante respetable. Los ánimos se fueron levantando y emprendimos el peregrinar eufórico hacia el Ángel. A cada cien pasos, pantallas en los camellones reproducían el ambiente de fiesta del escenario primero, y pequeños grupos bailaban y brincaban por la calle.

Ok, ellos bailaban, nosotras éramos las que, cual muppets con anfetaminas, brincábamos caóticamente mientras avanzábamos. Así llegamos al escenario joven-adulto-contemporáneo, en el que una Lila Downs bastante despechugada despachaba Cucurrucucú Paloma con un registro tan amplio que inmediatamente se ganó la fe que le había negado al ser músico/cliché de-paquete-chairo. Así las cosas, para cuando decidimos seguir, las transmisiones y los conciertos cesaron, lo que lelvó a la inevitable rechifla de los diferentes públicos hacia los pobres conductores. Ni modo, disposición oficial: el baile y el trayecto se suspenden, vamos a sentarnos al camellón de Reforma. Nos acomodamos para el magnicidio con mayor aprobación de la historia o para unos fuegos artificiales del más puro estilo olímpico, nadie lo sabe aún. Sale el bato, grita cosas, mueve su banderita, y a pesar de saber del cuento chino en el que nos estamos sumergiendo, no hay duda: tanta gente repitiendo ese nombre, como un mantra trisilábico y pulsante, moviendo la misma telita de colores, siendo tan re jodidamente entusiasta; tanto y tanto acaba por colársele a uno y en el fondo algo se mueve al pensar que somos de los pocos países incautos que todavía se aman salvaje, dolorosamente, y que tanto amor acompasado puede, algún otro día, llevar a algo.

De ahí a la euforia inevitable de los fuegos artificiales salpicando Reforma fue sólo un paso, y todos fuimos niños al seguir con los ojos el tronido del Ángel, el incendio aparente de la palmera de Niza y...sí, la despampanante cascada de luces que le escurría al Palacio Nacional por la pantalla. Unos minutos de eternidad después, el cielo chilango se nos quedó de colores humeantes, la razón empezó a volver a nosotros y la marcha se reanudó, esta vez detenida por un instinto igual o más primigenio que el fuego y la luz: los vendedores ambulantes de comida, esos héroes anónimos.

La primera escala fue junto a un carrito en el que los algodones se creaban, muy poéticamente: entre olor a gasolina y briznas escapadas en el aire, briznas que tanto niños como adultos se esforzaban en cachar a saltos. Tras una segunda escala en unas tostadas picosísimas, tuvimos todos los elementos para ir a encontrarnos con el gran emblema porfirista convertido en embajador de la chilanguez renovada. El pobre Ángel tenía para entonces una ubicación privilegiada para atestiguar las babosadas poco afortunadas que soltaban los conductores de la noche, entre las que destacó especialmente el momento en el que Vanessa Bauche confundió a los Tigres del Norte con Jesucristo y los llamó "Los Reyes de Reyes".

Con todo y todo, los Tigres se portaron a la altura de su leyenda. Tocaron, aconsejaron y tomaron saludos y peticiones del público y, por supuesto, se echaron varios de sus temas consagrados. Curioso, como la emoción de la masa (entre la que ya nos contábamos) al entonar "Camelia la Texana" parecía superar con facilidad la que se tuvo en el momento ya pasado de cantar el himno nacional. Ímpetu compartido que hizo temblar el piso de la glorieta, transfigurando rostros en el momento justo en el que todos cantaban "la traición y el contrabaaaandooo, son cosas incompartidas". Qué maravilla surrealista, escuchar semejante corridón en la columna de la independencia tal y como se la imaginaban hace cien años. Qué elocuencia accidental de los planificadores y qué placer de estar dando brincos justo aquí.

Yo hubiera seguido ahí, bailando y enterándome de letras pegadoras, pero el cansancio del grupo exploratorio había llegado a un tope, así que nos fugamos al universo paralelo que es Zona Rosa y ahí acabamos la noche, con mezcal y coronitas, preguntándonos si, después de haber pasado la semana repelando, deberíamos o no de sentirnos culpables por habernos divertido tanto. La conclusión (al menos la mía) es que, con o sin grito, la música compartida con la intensidad que sólo da una fecha de ruptura, esos paréntesis de tiempo y celebración -si se quiere- de lo tambaleante, salvó definitiva, inevitablemente la noche.