sabores, maletas y un post clavadote

-Me da dos hates para comer aquí y ocho para llevar, pero con la crema aparte y el tomate y...
-¡Aaaah! ¿los quiere para volar? ahorita se los tengo.

Y así comienza un cacho de conversación con el héroe anónimo de los exiliados paceños, el orgulloso exportador de sabores familiares a sepa dios cuántos lugares de la república. Y, oh sorpresa, resulta que es originario de un pueblo de Michoacán, ahí cerquita de Guanajuato; aunque claro, después de 26 años viviendo acá, como él mismo dijo, es ya más paceño que otras cosas.

Yo soy paceña por nacimiento, pero habrá que ver la cantidad de "otras cosas" que han entrado en la mezcla, porque a veces no puedo evitar ver las cosas desde afuera, cuando tantas otras se viven desde adentro. Unos días no siento nadita de gusto al quemarme en las mismas calles y sentir el mismo polvo en el paladar, y a los cinco minutos, el carro llega al malecón en plena efervescencia de la tarde y ¡zaz! se me sale el alma entera y no queda más remedio que ponerme a bailar con el pasito de Flashdance hasta que un chihuahueño se alarme y vaya a hacer el risible pero muy honesto intento de morder la pierna danzante.

En ocasiones siento que si viviera permanentemente acá me secaría por dentro, que mi lugar aún no sabemos donde queda, pero que definitivamente no podría ser éste. En otras, sentada en el kayak con los pies metidos en el agua tibia, siento como si en este lugar se encontrara la respuesta de todo, abso.luta.mente todo...y no, no es 42...¿o sí?

De cualquier modo, casa o no casa para el futuro, esta península es ciertamente la fuente de muchos sabores preferidos, reencontrados y al final del día cargados en pesados paquetes de los que me quejo en el camino, pero de donde siempre salen, triunfantes y olorosos, a regar un poco de la sensación de casa en donde quiera que acabemos nuestro recorrido.

(Curioso, al empezar a escribir esto jamás imaginé terminar haciendo la apología del hot-dog paceño y aledaños).

El punto es, supongo, que uno siempre se queda con pedacitos de los suelos que pisa, de las tierras que se come. Es éste, quizás, el verdadero sentido de casa y de viaje, como unidades complementarias. La casa son esos primeros revoltijos, los más viscerales e imponentes. Los que te llevan, por ejemplo, a rechazar automáticamente la idea de un taco de asada con tortilla de maíz (o, dios no lo quiera, tortillina), o a sonreír cada que ves un molinito de viento. Alrededor de este nudo primigenio se van ensortijando más y más sabores y lugares, rostros y secuencias de movimientos. Son las inevitables "otras cosas": imágenes que hacen que mientras más vivas, más te vayas llenando por dentro, de manera que todo eso que alguna vez estuvo afuera ahora empuja para todos lados dentro de ti. La casa es todo sabor al fondo de las cosas, los recuerdos que siempre encuentras esperándote, el monótono, tranquilizante sonido de cuatro relojes de pared. El viaje, luego, es ir en busca del asombro, y seguir construyéndose a sí mismo con cuerda nueva y manos de los otros.

Me hubiera gustado tener más tiempo para platicar de sabores y lugares con el don de los hates, con las señoras de la machaca y con Casimiro, el gran proveedor de la miel de Santiago. Llevados a elegir, seguro seguiría hablando con la vendedora de queso en Las Barracas, que no se pudo quitar la sonrisa desde que Carmen le dijo cuán parecida era a esa foto antigua colgada de la pared del porche, y que resultó ser de su mamá. De su queso fresco mejor no hablamos, porque ése si que no se puede ir de viaje tan fácil, y no quiero ponerme a extrañar antes de tiempo, ahora que estoy haciendo maletas.