las noches del perico y otros eventos pacíficos

Hace poco más de una semana, salía asombrada a un Zócalo lleno de gente, de luces y esa crujiente sensación de anticipación en el aire. Madero en su versión peatonal (insértese aquí el clamor de los automovilistas indignados) me hizo buscar pretextos para detenerme, comprar un chocolate caliente, verter una buena parte de él sobre mi mano torpe y beber el resto sentadita en uno de los postes de Motolinia, mientras un tipo borracho (en lunes, Cristo Santo Rey) cantaba rancheras en una jardinera, un señor don vago muy amable que me pidió un cigarro buscaba a su hermana (a la que había quedado de ver hacía dos semanas) y una señora vendía mollejas y pescuezos con salsa en la banqueta de enfrente. DF, para variar, desplegaba sus colores de última noche y yo, que durante las semanas previas no había hecho más que recordar el mar y la península, me encontré suspirándole al centro, con la inevitable promesa de extrañarlo en lo que queda de este año.

El recibimiento de California (la del sur, la antigua) fue, por otra parte, inmejorable: vientecito ligero, agua tibia y dos mordidas de lobo marino que me hubiera gustado conservar como recuerdo de una sesión más de comunión y juego con los perros del agua, con el sabor entero de la isla. Las mantarrayas vistas a través del sol y de las olas en Mar Azul me hicieron llorar, y esa misma tarde San Pedrito nos regaló el placer de pedalear el final del día de un lado a otro de su playa. Demasiada belleza, demasiada buena suerte.

Y bueno, después de tanta sublime y salada experiencia, justo era que hubiera un broche prosaico (pero no por eso menos de oro) para la semana compartida con lo que pueden ser las visitas más divertidas que ha habido en un rato por acá. Ayer martes, después de levantarnos estúpidamente temprano -cortesía de mi confusión horaria-, hacer kayak y ahogar a mi celular en el lugar más feliz del mundo, ni la Usha, Mapaz o yo teníamos mucha pila para salir, pero puesto que era la última noche del mapache, decidimos llevarla a conocer un adorable bar paceño: El Perico Marinero. Puerta cantinera, peces globo como pantallas de lámpara, anclas en las mesas y huesos de ballena colgando del techo de palapa fueron suficiente razón para ir "nomás un ratito", "apenas una cervecita o dos y nos volvemos a dormir, que estoy muerta" y es más "ni lleves los cigarros, que me estoy enfermando y no se antoja".

¿Conclusión? Ese gran clásico de "algo tranquilo, una o dos cervezas y a dormir" nunca falla: fue una noche variopinta amenizada en su primera parte por una banda local (entre cuyas puntadas destacó tocar Las Mañanitas con música de Pink Floyd) y, ya tirándole al final, por la insistencia de Mapaz de anunciarle hasta al de los hot-dogs que no era del DF, que era mexiquense, no confundamos. Entre los personajes de la noche estuvieron, cómo no, el señor galán de la mesa de viejitos, al que presas del antojo tuvimos que pedirle un cigarro; el hermano de un amigo cuyo apodo nunca supimos si era becerro, borrego, chivato o lechón; las etiquetas artisticosas de cerveza Indio y mi ya conocida inhabilidad de jugar al billar, lo mismo que a cualquier otro deporte con bolas (albureros, abstenerse). Volvimos a casa a eso de las 3 am y hoy no dio la energía general más que para ver Billy Elliot en la tele y comprar artículos de gran importancia en las Segundas, tales como un silbato de madera que suena como tren, una cabeza inflable de reno y un panda con audífonos que en realidad son bocinas. Lo sublime del mar y la comida en encuentro con la deliciosa inutilidad de los objetos gringos de reuso: Qué bien está esto de estar en casa...


los fuegos de noviembre

Iba a nombrar este post como el santo que se celebró este pasado 24 de noviembre, pero como al parecer el día en cuestión está en litigio entre San Juan de la Cruz, Santa Flora, Santa Fermina y San Crisogonio, mejor lo dejamos en un muy pagano y respetable culto al fuego, que estuvo curiosamente omnipresente en estos días.

a) Apaga la velita, Ush

Todo lo bueno empezó ese 24, en el que el cumpleaños de mi hermana se celebró de la manera más original posible: en vez de mañanitas, nos despertamos con la llamada a la puerta de un noble vecino anónimo, que nos avisó que había que desalojar, que porque se estaba incendiando el edificio de al lado.

Madres, pues a bajar a la calle, pero antes a recolectar en una mochila todos los objetos verdaderamente importantes: papeles, identificaciones, la edición de la UNAM de las obras de Tagore, un tomo de la tesis del infierno y...esteee, un silbato antiguo que compré en la Lagunilla, que no sirve para gran cosa pero es en verdad muy bonito.

Una vez abajo, fue el encuentro involuntario entre vecinos que normalmente se la pasan de pleito secundariano, pero que esa madrugada, al calor de los humos tóxicos del almacén en llamas y con la confianza de gente que está aún en sus pijamas de animalitos y rayitas, comentaban cordialmente la situación y se preguntaban por qué todos esos bomberos no parecían estar haciendo nada y cómo es que iban a llegar a tiempo a sus chambas y escuelas. Yo sólo pensaba en todos los materiales de la tesis que se quedaron en el depa y en que, ante la posibilidad de que el fuego se pasara a nuestro edificio, llegara yo el jueves 26 a Querétaro con una legítima variante del clásico "el perro se comió mi tarea".

Hablando de perros, los del edificio parecían ser los más divertidos con todo el fenómeno: estaba el perro-lámpara (Véase Los Simpson) del 202, la pareja de cockers negros de quién sabe qué depa, jugando a corretear pelotas y olisqueando a todos los pasantes; un galgo enorme con corte de príncipe medieval y dos perros gigantes que pasaron por ahí portando sus nada respetables collares con tema navideño.

Quitando el daño sufrido por los del almacén incendiado, que aparte fueron cachados en su treta de construcción ilegal, fue un fuego de lo más discreto, y para las 7 todos nos habíamos enfadado de esperar algo de acción y nos lanzamos en equipos con la tamalera de la esquina de Obregón (a la de la esquina de la casa, por llegar tarde, se le fue el mejor día de ventas del año) para alivianar el frío con un atole de arroz y la ya endiosada torta de tamal verde.

El humo negro y oloroso se convirtió después de un rato en blanco ("ya eligieron al papa", dijo la hereje de mi hermana) y las autoridades nos dejaron volver a nuestros departamentos a eso de las 7:15. Momentos después, Usha y yo dormíamos de nuevo.

b) Las groupies en llamas

O lo que es lo mismo, Tatiana y Usha en ese mismo 24, cantando y gritando a todo pulmón en honor a Cerati, que nos honró a su vez con su presencia de rockstar/semidios.

Cada una de nosotras llegó a la cita por un medio distinto, de un rincón diferente de la ciudad. Yo, que venía de casa, elegí tomar el metro, y como no sabía muy bien para dónde quedaba el auditorio, apliqué el gran clásico de "sigue al fan", que es un juego muy curioso que se puede hacer cuando uno va a algún magno evento y va descubriendo en las caras y gestos de los que viajan en el metro a los futuros compañeros de experiencia, que parecen exhudar esa sensación crujiente de expectativas y prisa. Siguiendo al cuerpo de ceratófilos que bajó en metro auditorio, salí a una Reforma llena ya con los sonidos de los revendedores de boletos, los de los dulces y prismáticos y también los de los puestos temáticos, proveedores infaltables de la memorabilia musical más divertida (que Dayana puede recordar del concierto de Radiohead, gritando: "Llévate la playera de estos güeyeeees"), quienes esta vez rivalizaron en kitschez con las camisetas originales vendidas en el auditorio.

Una vez reunidas y pasando la barrera de seguridad, a Usha se le ocurrió que tenía hambre y pidió una hamburguesa. Lo bueno vino cuando empezaron a sonar unos acordes, mi hermana vió angustiada a la doña cocinera y ésta le dijo "no se apure, no va a empezar él", justo segundos antes de que un acentazo argentino se oyera en toda la zona, iniciando, claro, con Fuerza Natural. Lo que la doña cocinera y yo vimos entonces es un fenómeno que aún ahora me hace pensar sobre cómo las grandes pasiones nos vuelven changos intrigantes. Usha brincó, gritó y comenzó a hablar a varios decibeles por encima de su registro, quién sabe cómo logró agarrar su hamburguesa, brincar más, arrojarle dentro todas las verduras y salsas que encontró (ninguna prisa merece abstenerse de la mostaza, condimento divino), intentar comerla, reflexionar, envolverla en veintemil servilletas y arrastrarme consigo hacia nuestra puerta de entrada. En el camino se tropezó con varios escalones y tuve que quitarle su boleto porque empecé a temer que se lo comiera o algo así. Cuando por fin llegamos a nuestro lugar, Tat ya estaba en el ambiente y les tomó un rato a ambas decidir que yo, en tanto que la fan que no se sabía el nuevo disco, debía ir en la butaca del extremo derecho, para que así su fansez frenética no encontrara interrupciones.

A pesar de haber permanecido la mayor parte del tiempo con la emoción aparente de un erizo de mar, puedo decir que a mi manera disfruté mucho el concierto. Hubo, claro está, los momentos del encuentro mágico con melodías nuevas, convenientemente mezclados con la inevitable nostalgia durante las canciones conocidas, tan repetidas en mi cabeza durante algunas de las historias de los últimos años. Ay, Gustavo, ¡cuántos recuerdos!

Sobra decir que Usha y Tat llegaron ral depa ronquitas, incendiadas y contentísimas, con pila para seguir y seguir hasta las quién sabe cuántas de la mañana, mientras yo volvía un poco renuentemente a mi tarea, que siempre no se comió el perro.

c) Combustión espontánea

Ok, fue más bien imprudencia surreal, pero el caso es que el fuego hizo una aparición más en este otoño, aparición que me hizo ganar 15 segundos de fama en la fiesta de Mo y un calendario de bolsillo de San Judas Tadeo (en el que por cierto el 24 es San Crisogonio). No se aún cómo pasó, en verdad; sólo juro que no estaba borracha ni nada por el estilo. Estábamos muy tranquilamente en la fiesta kitsch de Morgane: yo con mi camiseta de la Rana René sobre un fondo amarillo con florecitas rojas y naranjas, Chayo con una blusa dorada gua-pí-si-ma de tardeada noventera y Usha pues...con su camiseta original de Cerati místico. Estábamos ahí, repito, comiendo pastel con betún rosa en platos de Bob Esponja y de pronto alguien sacó lucecitas de bengala. Yo tomé una y me pasaron unos cerillos para prenderla pero claaaaro, había que hacer el gesto lindo con la chica de al lado y prenderle primero la bengala a ella, con todo y la manita haciendo concha para que no se apagara el fuego. La mano en cuestión tenía, en ocurrencia, mi propia bengala y la caja nuevecita de cerillos.

La evidencia analizada después del siniestro sugiere que fue en ese momento de amabilidad MauricioGarcesera que una de las chispas de la bengala saltó a la caja de cerillos, y la perra del mal se quedó ahí hasta que mi mano se movió, alguien vió una llamita y yo sentí un calor y unos tronidos que no podían ser de mi bengala, aún apagada. Humo, olor a fósforo y mucha gente intrigada, y yo seguía enlelada viendo mi mano caliente y la cajita naranja de Talismán, que solté sólo después de unos segundos de incredulidad. Lo que siguió fue una palma roja, la crema mágica y dosificada de Mo y el resto de la noche con manita de Playmobil, oyendo a una francesa súper borracha hablar de su novio infiel y comiendo tostitos añejados en la cocina hasta que llegó el momento de volver a casa.

En este momento, la caja de cerillos mencionada está junto a mí; tiene el dibujo de una cabra peluda y el signo de Capricornio; la leyenda idiota de "ciérrese antes de encenderse" al frente, y la frase críptica "Los valores de la tradición pueden ser para ti motivo de sentirte afectado emocionalmente" atrás. De los cerillos en el interior, sólo 7 quedaron intactos, por lo que mi prima concluyó que era una especie de signo cabalístico y que había que guardarla. Más bien decidí quedármela como el bonito recuerdo de la noche, más bonito al menos que la cicatriz con ampollitas que adorna ahora mi palma izquierda, y que, por ironía del destino tiene forma fálica.


Cómo titularse en la UAQ en 38.5 (+/- 7) fáciles pasos

1.- Elija su carrera, haga el examen. Asuma el pecado de ser proveniente de otro estado (y/o de una escuela privada) y cáigase con el doble de la cuota.
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2.-Bánquese cuatro años de maestros con diversidad de diagnósticos clínicos, clases construidas con exposiciones de alumnos y falta de recursos universitarios para su Facultad de vagos.
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3.- Encuentre en este tiempo una manera concisa y amigable de explicarle a familiares y extraños lo que usted hace. Esto le ayudará a evitar silencios incómodos u ofrecimientos de huesitos o tepalcates.
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4.- No se le vaya a pasar el salir mucho a campo, enfermarse de la panza, enchincharse, empulcarse. Cuando los años pasen se dará cuenta de que ésa fue su verdadera educación.
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5.- Si sobrevivió los 4 años, elija una forma de titulación*
*Si es por buena conducta (léase "por promedio"), pase al paso 18. Felicidades, es usted muy práctico).
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6.- ¿Eligió tesis? Cristo santo, agárrese y pase a los siguientes puntos.
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7.- Escoja un tema que le guste, no tanto como para clavarse infinitamente en la textura, ni tan poco como para odiarlo a los seis meses.
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8.-Escoja un asesor. Considere que entre perro exigente y barco indiferente no hay ni a cuál irle. Váyase con cuidado.
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9.- Haga su campo, lea a sus autores, angústiese por la cantidad de información, intente escribir, procrastine, beba, escriba, cambie el tema, angústiese más, lea más, escriba.
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10.- Repita el paso 9 hasta llegar a una de estas 3 opciones:
a) su trabajo,posgrado, madre y/o pareja le exige el título o no pena de botarlo.
b) su asesor le dice que no mame, si no es doctorado
c) ya se le olvidó cuál era el tema con el que empezó la tesis
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11.- ¿Terminó? Aquí viene lo bueno. Ármese de paciencia, unos buenos zapatos de marcha y la bebida de su preferencia.
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12.- Consiga los votos aprobatorios de sus lectores. ¿No le dijeron que había que buscar lectores? Beba.
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13.- Localice a cuatro maestros buenos y accesibles*, choréelos sobre su miseria y su apuro y entrégueles borradores de su tesis.
*Aunque las vacas sagradas quedan muy bien en la página de portada de su tesis, procure evitarlas. Suelen dar pobres resultados en lo que respecta a este requisito, además de que lo más probable es que ni lo lean.
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14.- Envíe de nuevo el borrador a aquellos lectores que lo perdieron en su correo. Beba.
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15.- Espere, no se duerma en sus laureles y vaya a sacar esos votos aprobatorios a presión. Siéntase libre de usar el método persuasivo de su preferencia.
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16.-Recolecte los papeles 1-15 de su expediente: votos aprobatorios, certificados, prueba de que usted efectivamente nació vivo, cartas, fotos, los dibujos que su mamá pegó en el refri de cuando usted estaba en el kinder, cartilla de vacunación de su perro y demás.
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17.- Después de las correcciones (opcionales, téngalo en cuenta), mande encuadernar su tesis y saboree la dicha estúpida de sostener en sus manos el producto tangible de sus años de angustia, labor y desvelada.
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18.- Entregue todo el paquete y espere. Si en el proceso usted le halla errores de dedo a su tesis, tómelo con filosofía, que a todos nos pasa. Beba.
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19.- Durante su espera, sus papeles viajarán de mesa de Profesiones a su Facultad, donde los escrutarán y enviarán a un Consejo Universitario, de donde volverán a Mesa de Profesiones y servirán para equilibrar un banco con una pata chueca. Usted no se apure, así lo marca la ley ISO-9002.
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20.- Recoja el papel 16 en MP (Mesa de Profesiones, aunque tienen elementos para ser confundidos con el Ministerio Público) y vaya a su Facultad. Muestre el papel 16, pida que le hagan el papel 17. Vuelva a MP por una segunda edición del papel 4, que ocupa para su maestría, si es que es lo suficientemente necio como para querer seguir escolarizándose.
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21.- Escoja fecha, batalle con la disponibilidad de esa vaca sagrada que insisitió en elegir. Acceda graciosamente a sus requerimientos particulares, procure ignorar la mala vibra de la secre líder de su Facultad.
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22.- Pague en caja el pecado de su ñoñez al elegir hacer tesis. Agradezca al cielo que hayan cancelado el aumento del costo a $10 000
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23.- Vaya a MP con su recibo y el papel 17. Sálgase a sacarle copias al papel 17.
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24.- Insista para que le respeten su fecha y procure no preguntarse porqué nadie se pone de acuerdo con los pasos y opciones, confíe en el ISO-9002.
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25.- Dispóngase a tragar su enojo y negociar la fecha con los Señores del MP. Aguántese su amenaza de que no le darán los papeles 17-21 para citar a sus lectores.
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26.-Una vez el trámite cerrado, regrese a su casa y dése cuenta de que las secres escribieron mal el apellido de un lector. Si es el de la vaca sagrada, ignore la voz en su cabeza que le dice que es señal del destino.
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27.-Llame a MP para corregirlo, bánquese de nuevo la actitud de los Señores y regrese a su Fac. por el papel 17bis.
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28.- No sea hereje e intente sugerir faxearlo al MP, pórtese como un buen decimonónico y vaya a pie a entregarlo.
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29.- Si tiene oportunidad, beba. Comience a pensar en el estatus de su karma.
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30.- Ponga atención a su integridad personal. Joderse de nuevo la rodilla mientras corre para conseguir la firma del papel 17bis no es recomendable. Si sucede, tenga cerca a un buen amigo para que corra por usted.
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31.- Vuelva al MP, entregue el papel 17bis, reciba el papel 17, destrúyalo.
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32.- Relájese y espere a que el día llegue. Ya puede preguntarse qué carajos se pondrá y dónde será la fiesta.
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33.- ¿Ya se relajó? Pues prepárese para lo inesperado: la vaca sagrada puede decirle que le salió otro compromiso ese día y que si no puede usted mejor cambiar a la fecha que le había sugerido a la dicha vaca al principio.
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34.- Beba.
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35.- Resígnese e invite a sus seres amados a beber con usted.
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SI NO PASA NINGUNA OTRA COSA: JUEVES 26 DE NOVIEMBRE, AULA MAGNA DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA, 6 PM. EX-PREPA CENTRO. QUERÉTARO.
ESTÁN TODES MUY CORDIALMENTE INVITADES A ASISTIR, CHISMEAR Y BEBER.

3 sucesos 3

Siempre me he sentido un poco atrasada en comparación al resto de la gente. En otras palabras, a veces es como ser una versión chafa de Siddhartha (guardando, claro, las correspondientes dimensiones), que vivió toda su infancia y primera juventud detrás de muros, ignorante de la pobreza, el hambre y la enfermedad. Lo mismo que el asalto en el camión ya narrado, desde que salí de mi península me ocurren cosas que a la gente de mi edad le comenzaron a ocurrir hace mucho, y contarlas entonces entraña siempre el riesgo de caer en la tetez, de descubrir lo que para otros ya es camino conocido y banal.
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Pero bueno, afrontando las consecuencias de su mirada, aquí va la más reciente serie de primeras y desfasadas veces, sucedidas en el corto espacio de quince días:

1.- La surreal:
Antier, en el bus rumbo al doctor rodilla, tuve el dudoso placer de ser sujeto de un "asalto buena onda", es decir que dos batos con cara de hermanos malos de Daddy Yankee se subieron al micro y comenzaron a recitar sus líneas:
-batorudo1: si mira barrio, no se los vamos a decir dos veces, estamos aquí banda para recibir una cooperación, una moneda, pero todos pónganle porque pues no hay que ser...
-batorudo2: Si barrio, fíjate que aquí mi carnalito y yo, pues ya nos subimos con el arma barrio, y para no usarla pues si gustan cooperar...
-pasajeros intimidados 1-16: Sí, aquí tiene, cómo no.
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No sé si sentir gusto o indignación ante el evento (claro que justo en el momento me limité a sentir miedo). Es decir, ya me había tocado el chantaje emocional del típico que se sube y te dice que viene saliendo de la cárcel y que para no volver a delinquir te pide una monedita y etc. pero nunca alguien que tuviera el detalle de aclararte que si no le caes tiene todas las intenciones y medios para pasar al plan B. Lo curioso es que uno en el momento nunca se detiene a dudar de lo que dicen, y entonces el arma de estos tipos fue como el gato de Schrödinger: estaba y no estaba en sus pantalones; pero nadie quiso poner a averiguar y pues ya, pagamos tributo y seguimos nuestro camino pensando en que qué bien haber perdido 5 pesos y un poquito de dignidad contra el varo de la consulta, el mp3, el celular-cucho-que-se-ve-de-J.Lo y demás.

2.- La divertida:
El sábado pasado acompañé a Morgane a La Merced, el gran mercado ubicado en el barrio del mismo nombre al que, según me contó, desplazaron a todos los ambulantes que rondaban el centro por ahí de los años 50. Ante la apariencia laberíntica de las naves y mi ya conocida falta de orientación, decidí desconectarme y entrar en piloto automático, sólo siguiendo los pasos de la francesa que se movía por los pasillos como si hubiera pasado toda una vida preguntando "¿y a cuánto me lo das la pieza?". Paredes tapizadas con aromáticos chiles anchos, pirámides de limones bajo una iluminación verde estrategia, piñatas con forma de personajes de telenovela, fortalezas de cheetos genéricos, caos armónico. Recorrer ese laberinto multicolor fue una experiencia similar a haberse tomado demasiados cafés y luego quitarse el sabor amargo con una tableta de chocolate, unas gomitas glaseadas y tres calaveras de azúcar. Yo estaba en el viaje intenso, sin fijarme muy bien en mis pasos, los sentidos absortos en todos los estímulos que a cada vuelta de pasillo brincaban a la vista, al olfato, al tacto.
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Luego vino la cereza del pastel: la parte de afuerita (no me pregunten más detalles, sólo se que había cielo sobre nosotras), donde conocí los puestos altamente especializados en la fecha del momento, que ofrecían calaveras gigantes de choco-krispis, calaveras chiquitas ligeramente deformes, máscaras de Elba Esther y sí, señoras y señores, varias imágenes de chocolate, a todo color, del fallecido más famoso del año, don Michael Jackson. La creatividad es definitivamente de las mejores cosas que abundan esta ciudad. ¡Quiero volver!
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3.-La oceánica:
Hace dos semanas murió el abuelo Camacho, verdadero patriarca de la familia de papá. La noticia me llegó en pleno metro Chabacano, junto al mural ése en el que hay nombres de pintores españoles, y creo que siempre que pase por ahí recordaré el momento. Las emociones disparadas por esta muerte, la primera de un familiar tan cercano, fueron a partir de entonces como mareas alternantes: Pleamar de tristeza al oír las palabras de mi hermana; bajamar de tranquilidad al contarle a Dany todo lo que me gustaba de mi abuelo, y darme cuenta de que tuvo una vida llenísima; pleamar cuando recordé lo emocionado que estaba por ir a mi titulación; bajamar humorístico cuando llegué a la casa de los abuelos y nos sentamos en la cocina de toda la vida, a recordar sus anécdotas; tsunami invernal cuando llegó papá al velatorio; pleamar nocturno cuando nos dimos cuenta de que lo habían vestido con su pijama, y Yoli decidió quedarse con el gorrito porque, como él, tiene las orejas constantemente frías.
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Tras el sepelio pasamos todo el fin de semana en casa, riendo, comiendo y renegando porque íbamos a tener que ir a misa, como en los días en los que la abuelita nos obligaba y el abuelo, nada tonto, hacía acto de presencia quince minutos para luego salir a hacerse pato a la calle. También fuimos descubriendo cosas bajo la nueva luz de su ausencia: el abuelo dejó tras de sí trocitos de existencia que nadie conocía, pequeños objetos regados que los nietos nos pusimos a recolectar y a admirar, como la Colt .22 cargada y el súper machete que el tío Ricardo descubrió bajo el colchón.
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En fin, tres primeras veces que dejaron su marca en la segunda mitad de octubre y siguieron con el carácter del año, que desde enero parece estarse moviendo como expresso doble: intenso, estimulante y ay, tan rápido en acabarse. A ver qué traen consigo los siguientes 60 días...¿serán la crema batida?


hablar con extraños

Lo conocí subiéndome al bus que me llevaría del Colegio de México a casa, tras una jornada medianamente productiva en la que, muy a mi pesar, empecé a fraguar mi propia OVACH (Pregúntenle a Chayo). Al subir al camión hubo un instante de decisión: la ruta no iba a Universidad sino a Chapultepec. Un segundo, segundo y medio, decisión tomada y las monedas se resbalaron por la maquinita del operador. Segunda decisión: dos asientos libres y uno más hasta el fondo. Junto a uno de los libres estaba sentado un señor (señorcito, diría la Ush), con pantalones negros remendados, bolsa enorme del mercado y aspecto general de vago simpático. Lo dudé un segundo más y luego me senté junto a él, en el asiento de la ventana. Es curioso cómo las pequeñas decisiones que se toman en segundos pueden llevarte a cambiar tanto una tarde.
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Fulgencio Rayón es de un pueblo de Guerrero y a los 9 años decidió que se quería venir a pasear a la ciudad, le gustó la vida y se quedó, dedicándose a trabajar con un cortinero, con un soldador, con algo del mármol y sepa dios en qué más lados. Después logró entrar a Luz y Fuerza y aprendió "la electricidad", oficio que le sirve aún ahora que está jubilado y la gente lo va a buscar a su casa para arreglos que sólo pude entender como volarse la corriente de los postes. Hoy llevaba un motor de licuadora y no se qué mas cosas en su bolsota de mercado, e iba al centro para arreglarlas, contándome siempre de lo importante que es tenerle paciencia a las cosas y arreglarlas, en vez de sólo botarlas, sin saber que con un cablecito aquí y una lijada acá ya pueden quedar como nuevas. También me fue contando de su casa, que es una estructura de nylon en un lote en el sur, lleno de plantas y con un perro llamado Canelo al que tienes que llevarle un pan como ofrenda cada que vas a visitarlo. La lluvia nunca entra a su casa porque él habla con la naturaleza, y desde hace cinco años aprendió a pedirle que no le llueva más de lo necesario. Lo necesario siendo el agua que él almacena y consume diario, porque me cuenta que ya no paga el servicio de agua de la colonia, que es muy caro y además no funciona.
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Fulgencio, con su piel morena arrugadita, su pelo entrecano peinado hacia adelante y unos ojillos que me recordaron todo el tiempo a los de mi abuela olvidadiza, es capricornio por dentro y por fuera, lo cual, me dice, es una cosa poco común, porque no todo el mundo nace tan centrado. Yo le dije que era géminis, y entonces me respondió que entre lo que podía ser interiormente estaba capricornio, leo y cáncer. Ése último me gustó, porque me dijo que era un signo que me haría trabajar todo el tiempo, necesitar el movimiento no tanto por la cuestión económica como por el hecho de estar en activo, haciendo siempre algo. A Fulgencio le gusta mucho estudiar de todo eso, hablar con los ángeles y aprender él solo cómo curarse de los dolores que el trabajo le da; y claro,si tuviera a alguien -me cuenta- también lo protegería, porque eso hace la familia y todas las personas que te quieren.
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Iban pasando estaciones de metro y metrobús y yo posponía mi bajada sólo por seguir escuchando a este personaje tan extraño, que con tanta facilidad conversaba con una total desconocida sobre sus amigos, su trabajo, su gusto por la música jarocha y Violeta Parra y cómo es divertido estar trepado en los postes, en lugar de estar ante la computadora en alguna oficina.
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Bajamos en Chapultepec y todavía se fue contándome cosas en el camino al metro, y aún en el vagón atestado de gente que lo veía raro, con su ropa remendada y su olor un poco rancio. Llegó mi parada, nos dimos la mano, deseándonos buena tarde y se fue, llevándose consigo mi angustia por el pésimo timing de tantas cosas que pudieron haber sido geniales y toda la impotencia ante los proyectos frustrados en un país que se está cargando el pintor, por decir lo menos. Perspectivas. Qué viaje es siempre el asomarse al mundo de los otros.

regresos

Es domingo por la noche y vengo manejando por el Periférico, mi antiguo mejor amigo en la ciudad (más bien porque era el único, ahora les manejo el paquete que incluye Insurgentes, Cuauhtémoc, Eje Central y ahi muere, lo demás se hace amigable con ayuda de GPS, taxistas y taqueros). Regreso en tiempo post-hora nacional de casa de mi hermana, a la que fui a dejar a la hermana república de Izcalli como producto de un trueque Raite-Rayuela que la flojita muy inteligentemente me propuso por la tarde. El tráfico está tranquilo y voy oyendo mi música de abuelita cuando ¡sacas! a media bajadita junto a las torres de Satélite empieza un mini-embotellamiento y yo recuerdo con un poco de temor la historia de hace unas semanas, en la que tardé dos horas en llegar a casa y me perdí como no lo había hecho en meses.
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La cosa es que esta vez, en vez de entrar en ataques de pánico, ira o similares, volteo al asiento del copiloto y con un roce rápido de los dedos reacomodo mi precioso cargamento: dos libretitas gastadonas y muy paseadas; una estilo pubertoide, con florecitas y candado de utilidad simbólica, y otra más vintage, con el elástico roto y un tacto que me hace sonreír mientras el camionsote azul del carril de al lado insiste en cerrarse y no dejar pasar. Son mis pensieves (fan de Harry Potter, qué), mejores souvenirs de viajes que cualquier camiseta o llavero cursi, verdaderos pedazos del tiempo que lograron quedarse congelados entre las arañitas que son mis letras y una que otra hoja seca, boleto de avión o mancha de comida.
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Precisamente por ellos es que vengo regresando a estas horas, porque una vez sacados de la caja en lo que alguna vez fuera mi clóset, me puse a hojearlos y a leerle a mi hermana fragmentos de nuestro viaje en tren, con lo que se nos fue el tiempo acordándonos de detalles que se nos habían ido: Florian el enfadoso, el Kelp gigante al borde del mar, los innumerables pollos de la paz, los mareos de la andaluza y demás imágenes que ahora me rodean, tejidas todas en una sábana de nostalgia.
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Ahora el tránsito se ha hecho más fluido, sólo que cerraron de nuevo la entrada a Río San Joaquín y ahi voy, de nuevo hasta la hermosa entrada que es Reforma, con su camellón todo iluminadito en el que creo que sigue la exposición de campanas. No me fijo, claro, porque vengo haciendo memoria del otro contenido de las libretas: viajes y más viajes, enamoramientos épicos, personajes bizarros. Doy vuelta junto a una Diana mojada por aguaceros a deshoras y una punzada en el estómago me recuerda la razón por la que una de esas libretas tiene florecitas y aspecto tan cursi: no tenía muchas opciones y era una emergencia.
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Estaba en Sevilla y apenas hacía unos días me habían robado, cual vil novato, mi mochila de mano. Mochila que contenía, claaaaro, el boleto de regreso a México, pasaporte, tarjetas, cheques de viajero, mapas, un silbato de cartero, mi cámara y un rollo usado (Coimbra, jamás te veré), medio paquete de galletas y, horror de horrores, mi diario azul. La inversión de recuerdos de los tres meses anteriores -comidas pantagruélicas con los Jarno y gandalleces maravillosamente mexicanas con Ricardo y Rebeca incluídas-, perdida en el tiempo que uno dice "telefónica", y abandonada después, seguramente, en algún basurero madrileño. Aún lo pienso y me duele, es como si alguien hubiera tirado a la basura un pedazo de esa lela súper ingenua que yo fui a los dieciocho años, y con ello también a todos los nombres, todos los rostros que me crucé en el camino y que me regalaron su tiempo, sus historias, sus trucos inmejorables para ser viajero sin varo y no morir en el intento. Ahora sólo me vienen a la mente los mexicanos de Brujas, que se robaban el pan y las cosas del desayuno para hacerse tortas para el resto del día, o los árabes de Viena que le ponían jabón a los boletos del metro y así podían usarlos varios días seguidos sin marcar el papel.
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Por fin en la esquina de la casa. Me estaciono, meto el cargamento al bolso del abrigo y le "quito los brillos" al auto (chairo-estrategia anti-robo cortesía del Borja, prometo explicarla luego) para que mañana pueda seguir ahí. Una parte de mí suspira relajada una vez que la puerta de los edificios se cierra detrás de mí, y otra parte ve con rencor ese cacho de suelo en el que en enero quedé tirada un buen rato, cortesía de mi rodilla huelguista. Me acuerdo de Sevilla ahora. Una vez recibido mi pasaporte permanente (qué bonitos los consulados de casa, qué bonitos), me volví a mover, pero no aguanté más de una ciudad sin sentir que me picaban los dedos y que necesitaba un lugar donde digerir la realidad que iba llegando. Así que ahí estaba: El Corte Inglés, cancioncitas de navidad por todos lados y yo eligiendo entre el de las flores amarillas y enormes o el de las rositas discretas...qué remedio, hay que seguir escribiendo, con que no sea ese de allá que tiene osos sonrientes...
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Las pensieves de ahora se han puesto más discretas: primero una negra cubierta con calcas robadas de la calle; luego una roja, pura todavía y apenas empezada, más llena de girl-drama que de viajes (y no sé si decir qué pena, o qué bueno o así es la vida). Ya llegué a casa, fuera zapatos, vengan lentes viejitos. Son casi las dos de la mañana y tengo hambre. En cuanto acabe de escribir esto me voy a ir a comer un viaje antiguo. Es que son como el mole: recalentados saben mejor.

dispersa

Quiero escribir un post, juro que quiero hacerlo, para no dejar esta paginita abandonada tanto tiempo, pero por el momento mi cabeza es una gran ensaladera en la que se revuelven tareas pendientes, nuevas y adoradas lecturas y claro, el aderezo de emociones contradictorias ya tradicional en las recetas de la casa.
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¡Momento! Hay algo nuevo, que quizá les pueda contar.
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Hoy, 4 pm, voy ya de salida del museo, después de hacerme bolas porque aún no entiendo al "héroe" del momento (interrupción: voy a checar el arroz...le falta sal, quedó rarito, esto es como andar en bicicleta: no se olvida, pero se pierde la maña), después de toparme con un tipo sospechoso que me pidió una cooperación "voluntaria", hago mi mini trayecto y aterrizo, como todos los días, en Insurgentes. El corazón se me acelera como todas las veces al cruzar la puerta giratoria de barrotitos, una manifestación discreta de una de esas fobias bizarras, como la de aquella chica que no soportaba las superficies porosas, o la de mi hermana, que se pone mal cuando ve algún originalísimo juego de palabras del estilo de aconsej-arte, decor-arte y etc.
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Salgo al nublado grisáceo sobre la glorieta; esta vez no hay emos y aún es demasiado temprano (en el día y en la semana) para el desfile de parejitas gay que se besuquean y me sacan, sin falta, una sonrisa que oscila entre el orgullo comunitario y la envidia, ésa sí, muy individual. Bajando del vagón, una chica me ha pisado los talones y su gesto de disculpa ha sido tan bonito que se me queda grabado que ha tomado la misma salida que yo, y por todo el camino jugamos a andar cada quien por su banqueta, al mismo ritmo. Esos encuentros con desconocidos, que nunca llegan a nada y se disuelven en el momento en el que los caminos divergen, son de las cosas más cucas de vivir en la ciudad...en ésta y en todas, por supuesto.
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La chica se va por otro lado y entonces yo volteo hacia abajo y veo unas leves manchas en mi blusa, dibujando una línea medio recta. Recuerdo que me duele torcer demasiado el torso (que irónico), y entonces sonrío como idiota. Bajo la blusa está un plástico, bolsa biodegradable recortada ad hoc a falta del ya clásico plástico-de-envolver-carne de súper; bajo ese plástico, una capa transparente de pomada de nombre extraño y debajo, adentrándose más con cada minuto que pasa, está lo nuevo.
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Del largo de mi mano, en un color rojo que ya me amenazaron que se volverá rosa mexicano por unos días, el nuevo dibujo se va adecuando a mí y yo a él; nos observamos a través del espejo varias veces al día, vigilando constantemente la sanación de la herida que nos hizo conocernos. Fueron un par de horas de concretar el encuentro, horas en las que pasé por todos los tips y trucos de concentración que me sonaran medianamente cuerdos. Desde el platicar como si nada, pasando por el de cerrar los ojos e ir a un lugar feliz, hasta el muy masoquista consejo de mi Sifu: abraza al dolor, el dolor es tu amigo, si no duele, no trabaja.
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La tarde de ayer lamenté muchas veces mi insistencia en ponerle cola, y el tino que hizo que esa cola quedara exactamente en mis costillas. Cuando la aguja pasa por esos puntos, se siente toda la caja toráccica vibrar, y el dolor es como líneas de luz que llegan hasta los órganos internos (ya estuvo el arroz; comido en la receta de estudiante uruguayo que la buena de Fera me dió hace mucho...no hay nada más bonito que recordar a las personas a través de sus recetas). Pero bueno, tiene ya cola, y patas, y orejas, y el todo bañado con una capita de vitamina D que hizo que hoy despertara a las 4 de la mañana, con la ropa pegada a la piel y una mancha rojiza en la sábana. De ahí, claro, la urgencia de envolverlo en una bolsa destazada.
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El punto es que está aquí, y va a estarlo por mucho rato más, así que más vale empezar a aprender de él y dejar la conejez de lado, sin prisa, pero sin pausa. Y para empezar a ser congruentes, el dibujo y yo (que somos uno), nos vamos a hacer tareas, esperando que pronto, pronto, logre escribir por acá algo más decente.

sobre rieles

(post con dedicatoria)

Subir al tren suburbano es lo más parecido que hay en la vida de ciudad a jugar a la ruleta.
Estás ahí, en la plataforma bajo el enorme techo de la estación Buenavista, sentado en las mismas bancas de hace un siglo, o cargando tu teléfono en las entradas de los nuevos páneles publicitarios (qué listos, ellos), cuando de pronto, como una lenta oruga bicolor, ves que se va acercando el tren. Entonces todos se despiertan y van más o menos resignados a ocupar su lugar en la larga línea al borde de la plataforma.
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Y ahí es donde empieza el juego de la expectación. Tú también has elegido un sitio, y para cuando el tren hace su entrada, ya no tienes otro lugar a donde moverte y, como todos, esperas un poco ansiosamente. "¿Se parará ahora? -Uy no, más adelantito, que la puerta me ha quedado muy lejos. -¡Siii, justo aquí! -Mierda, todavía no -ok, no enfrente pero tampoco taan mal". Aunque, claro, es este el momento de la segunda vuelta, porque entonces tu como todo el mundo te apiñas alrededor de los 4 fulanes (neutral para la Ush y por que me caga la correción política), esperando entrar inmediatamente después de ellos e ir -¡oh, gloria del transporte de largas distancias!-sentadite todo el camino, aunque ya no vaya a ser necesariamente del lado derecho, como a la mitad del vagón, pegados a la ventana y viendo de frente
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...ehm, perdón, ligera proyección de Obsesividad aquí, no la pelen. Eh, sí, prosigamos...
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Ves a la gente bajarse del otro lado, comienzas como a empujar bajita la mano al don que se te quiere colar por el lado derecho, mueves la pierna porque la bolsota de mercado de las chicas de atrás te pica, la luz verde de la puerta se prende, el fulane elegido pica el botón y ¡zaz! todo el mundo para adentro, en un ballet civilizado y presuroso en el que los ojos brincan de un asiento libre a otro y, si aún hay chance, eliges junto a quién no sentarte, según los prejuicios y malviajes del día. Con la sonrisa idiota de tu pequeño triunfo, te acomodas para un recorrido de media hora maomeno, en el que si es de día puedes disfrutar del matiz nostálgico que da a todo el vidrio polarizado de la ventana, o si no, verte incómodamente en el reflejo, con un fondo de miles de lucecitas efímeras y doradas.
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Al final, el tururú que tanto recuerda a los trenes españoles y, por fin, Suburbia. La misma en la que alguna vez viví, y desde la que saludé la llegada del tren suburbano como se saluda a una tabla de salvación por la que bajar de vez en cuando a La gran ciudad. Pero bueno, la verdad la verdad, amo al suburbano simplemente por el hecho de ser un tren, porque los trenes para mí siempre tendrán el sabor a nostalgia, a otro tiempo, a casa de metal que dibujó las formas de nuestro país hace ya mucho y también a recuerdos de cuando, alguna vez, mi felicidad entera cupo en el reflejo de una ventana de tren.
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A diferencia de los vecinos del norte, y de nuestros primos europeos, los trenes en México tuvieron ya hace mucho su momento de gloria. Exceptuando al Chepe y al compa suburbano, no queda ya que yo sepa ningun tren de pasajeros en el país. Me siento vieja cuando pienso que todavía me tocó hacer el viaje de Guadalajara a México, aunque a decir verdad, por cosas como esa bien vale la pena sentirse viejo.
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En la ya multicitada novela de Benedetti hay algo acerca de los trenes que no olvido (y que quizás justifique la cmpulsión de hace unas líneas): el sitio en el que uno se siente afecta la manera en la que ves el paisaje frente a ti. Si vas dando la espalda al frente, entonces el mundo fuera del tren se aleja de ti, ya lo pasaste y ya lo viviste, y te queda siempre un dejo de nostalgia al observar. En cambio, si vas sentado viendo al frente, todo es nuevo, el paisaje viene a tu encuentro y tu lo vas tomando más bien con entusiasmo.
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No sé realmente en qué lado del tren voy sentada ahora, ni tampoco cuál tendría que ser el reflejo en esa ventana. El paisaje, está claro, seguirá siendo esta ciudad-monstruo que hoy vi despertar pero...sólo para variar un poco...¿no se les antojaría hacer el famoso Chepe hasta Chihuahua?

bibliofagia

Bueno, pues estoy de regreso; un regreso breve y medido porque mañana me voy al multicitado "rancho" que no es tal, sino un pueblito de Hidalgo del que surge una de las ramas de la familia.
Esta semana en Chiapas tuvo veintemil historias, muchísimos reencuentros con mis aficiones de niña y-porqué no- hasta una torcedura más de rodilla.

Tuvo también una experiencia intensa e invisible, resultado del encontronazo entre mis proyecciones y un libro insospechado. Durante todo el camino por carretera, cuando no estaba platicando con los otros miembros de mi clan de glotones-platicadores-curiosos-guarros-cafeinómanos, ni conduciendo cual monito de caricatura una camioneta que medía de largo ocho de mis pasos (sí, los conté) y de alto ya mejor ni digo, me sumergía irremediablemente en "El mismo mar de todos los veranos", de Esther Tusquets, y me perdía para el mundo.

Y mira que sí era sumergirse en serio, porque la forma de redactar de esa mujer, con eternos párrafos llenos de guiones, de desviaciones, de disgresiones, lo pierde a uno más de una vez; pero es un mareo increíble en el que el vértigo te gana y ya no puedes dejar de bajar por la pendiente que hacen sus palabras ni de ¡zaz! hundirte en el remolino autodestructivo que es su personaje, todo retorcido e intenso.

Lo curioso es que este libro llegó casi por casualidad, en uno de esos arranques de compras que a veces te agarran en una tienda de ropa ("bueno, no me queda, pero mira qué divinos botones"), otras en el súper ("¿quién chingados compró este pelador especial para cáscaras de plátano macho, a ver?") y otras, porqué no, en las librerías, cuando, por ejemplo, uno de tus lectores negligentes te ha mandado a pasear por diez minutos en lo que redacta un voto aprobatorio para un texto que jamás leyó.

En algo así estaba yo, tonteando por el FCE queretano cuando el azul del libro me llamó, su peso se me quedó en las manos y caí una vez más en la misma debilidad de siempre: dejarme guiar por la sonoridad del título. Por eso es que antes quise ser fan de Javier Marías (es que no mames, qué bonito suena eso de "negra espalda del tiempo"o "mañana en la batalla piensa en mí") y el nombre de mi libro favorito ha sido parafraseado una infinidad de veces, porque siempre queda.

El caso, bueno, es que yo lo compré sin saber muy bien de qué trataba, me senté a leerlo en el metro y todo chido, muy introspectivo y decente, como ese libro de Virginia Woolf en el que un niño quiere ir al Faro, y entre que la mamá lo ve y piensa y levanta su taza de te ya pasaron veinte páginas. El nudo del asunto vino cuando poco a poquito empezó a asomar la temática lésbica, totalmente inesperada, y cuando la tipa se avienta unos pasajes intensísimos y retorcidísimos en plena autopista Veracruzana, en la que yo me tuve que ir tragando el asombro y el azote para que los respetables acompañantes no pensaran que estaba loca.

En los días de selva y humedad, Esther se portó bien, o más bien fue que entre tanto pajarraco multicolor, naturaleza ruidosa y fango en los huaraches, no la busqué mucho. Pero claro, tuvo que ponerse piratísima al final y me tocó azotar el libro contra los asientos de enfrente por ahí por la entrada de la carretera de Puebla al DF, y pasarme el resto del embotellamiento quejándome bajito de Tusquets, de las mujeres y de los laberintos que somos todos, de plano.

Con todo, es bastante lindo que un libro te atrape así, te golpee de lleno con la empatía y la catarsis, y te de esa sensación casi de duelo al girar la contraportada y cerrarlo. No sé ustedes, pero si un libro ha sido muy bueno para mi, suelo guardarle el luto uno o dos días; lo vuelvo a hojear, releo las partes que me gustaron, me clavo en lo que no entendí, le doy veintemil vueltas en mis manos y me fijo en qué tanto se maltrató el pobre en esta leída; en sus cicatrices y las mías después del encuentro. Por eso tal vez sean tan atractivos los libros viejitos, ya usados, ya leídos, con muchas cicatrices y muchos caminares encima de ellos, algunos hasta con marcas de pluma o lápiz en el lugar en el que alguien desconocido que anduvo por ahí antes que nosotros decidió pararse a dialogar con la historia.

Hoy es el segundo día de luto y ya estoy considerando lanzarme por otro de ella, o quizás entrarle de una vez por todas a Rayuela, o acabar mejor ese libro sobre un traductor que vive en una isla y que tiene que traducir un libro complicadísimo de Vladimir Nabokov, y como se la pasa en la meditación sobre la inmortalidad del cangrejo y ya lo están apurando, los vecinos le ayudan y de repente toda la isla se ha puesto a traducir cachos del libro famoso. Alguna otra sugerencia por ahi?

Antes del café

En una nueva entrada a la sección cosas-que-a-todos-les-habían-pasado-menos-a-mi-porque-vivía-en-una-burbuja, tenemos la serie de eventos ocurrida la mañana de este domingo, todos antes de prepararme siquiera para su impacto con una dosis de cafeína.

Después de un despertar de lo más decente y de una primera hora llena de los altibajos que han poblado este verano, me trepaba yo al camión rumbo a Tlane, pensando en qué cosa más fuerte es esto de las relaciones sentimentales: búsqueda o renuncia, monogamia o poligamia, infidelidad y sus agregados.... Todos una masa tan impactante de sentimientos y reacciones instintivas que no se me ocurre otro término más que la muy sonora palabra Vorágine. Ahora que lo pienso, casi podría asegurar que la segunda parte de ella viene de la raíz griega gynos: mujer.

Veinte minutos después, un asunto más profano aún me sacó de mi nube de cuestionamientos. Dos tipos con cara amenazante se habían subido al camión y uno de ellos le gritaba algo al conductor -después el relato de una señora me permitió saber que le había dicho algo así como "el pedo no es contigo". La vocecita interior me dijo algo como "bueno, ya nos tocaba" y la voz de Dan y sus enseñanzas urbanas me hizo quitarme los audífonos y medio esconderlos, en lo que hacía el repaso mental de lo que traía en la mochila y los tipos -feedback de la señora: uno de ellos con cara de chango- pasaban con ademán amenazante pidiendo...pues lo que se pide en estos casos, supongo, aunque sin hacer mucho uso de violencia o amenazas.

Saqué mi cartera y le dí al tipo que me tocó (creo que era el cara de chango) mi único billete. Luego me pidió mi celular, y lo saqué del bolsillo lamentando más la incomunicación inminente que a la sor Juana que ya me habían bajado. Pero oh, sorpresa de este mundo de alta tecnología, el tipo chango vio mi celular y lo rechazó con un ademán de desdén que me hizo sonreír a pesar de la situación. Ya de salida, el otro tipo me volvió a pedir mi celular, y sólo le dije que ya lo había mostrado, con lo que se bajaron así, tan frescos, sin que nadie en el bus dijera nada.

Ya me empezaba a sentir como verdadera primeriza con mi rush de adrenalina cuando el bus se detuvo en una de las paradas de camiones en Insurgentes y nos bajó a todos, dándonos un boletito para pasar a otra unidad. En el camino oí a una chica que cargaba un bebé decirle a su compañero que aún le temblaban las piernas (bueno, ella dijo las patas pero ya se sabe mi aversión a ese término) y al subir, caché pedazos del relato que hacía una doña igualmente espantada al nuevo conductor.

Iba ya preguntándome porqué putas nos ponemos a obedecer a dos changos así, sin armas ni amenazas de por medio, cuando zaz! se suben otros dos tipos a este nuevo camión.
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No, no, ni que fuera culebrón de Las Consagradas del cine nacional. Estos dos tipos iban pintados de payaso y se pusieron a hacer una rutina que terminó siendo bastante graciosa. A los refugiados del asalto pendejo en Periférico Norte número panchomilquinientos nos alegró el rato, todo con excepción de la última parte, en la que a uno le pareció buen detalle pedir cooperación y, si querían, carteras, relojes, celulares, jijiji. Una de las doñas del otro camión sólo lo vió con sonrisa de "aaaay, si supiera", pero igual le cooperó. Ya esperando su bajada, el payaso 1 le dijo al payaso 2 algo sobre la tele del camión, lo que le recordó que ya había visto la tele que quería: de plasma, bien chida, 32 varos. Sï, estaba bien cara, pero él la quería y se la iba a comprar, aunque fuera en abonos.

No entiendo, de veras que no. Todo esto es demasiado surreal-ilustrativo-triste-tragicómico que aún entonces no supe ni qué hacer con la experiencia. Mi primer asalto en transporte público (me pregunto si hay tarjetas de hallmark para eso) fue bastante leve, supongo que corrí con suerte, pues en las innumerables historias de batalla que surgieron hoy al contar la anécdota en casa había navajazos, llaves militares y un primo regresando de tepito sin tenis ni calcetines. Desde ahora, claro está, fortalezco mi defensa de los celulares primitivos y germino en mi interior la pregunta que ya es de todos, sobre los males de esta ciudadsota, que no se ven reales hasta que no le tocan a uno, por mas light que sea su presentación.

¿El café? Pues a las doce del día, después de caminar demasiadas cuadras por la parte industrial semi-desierta de Tlanepantla y joderme un poco más la rodilla por la prisa de llegar a tiempo a casa. Fue instantáneo, descafeinado y con mucha mucha leche. Malo no era.

El hobby de Penélope

Hay una obra teatral muy famosa que se llama "Esperando a Godot", sobre dos tipos que, eso, esperan a un bato que nunca llega mientras comen nabos y hablan. Bueno, la verdad es que nunca he visto la obra, ni leído el texto, pero la imagen mental que la Ruby me dio cuando me habló de esa espera que se vuelve suceso es una de esas que inmediatamente pasan a formar parte de la cajita de trofeos robados, que inevitablemente repito ante distintas orejas cuando hay que explicar el dilema de uno con las palabras de otros. No hay nada nuevo bajo el sol.

Pero es que vean si no, cuánto tiempo se nos va en esperar, en planear, en anticipar. Si quisiera hacerse la moraleja visual, sería un poco como esa fumadera imaginaria de la otra tarde, bajando del suburbano: imaginen una estación de trenes, con los vagones abandonados y los andenes llenos de gente sentada, esperando, sin darse cuenta de que la plataforma en la que están tiene ruedas y va por sus propios rieles.

También están las esperas poéticas, de cuando te mueres de ganas de ver a alguien y estás temprano en el lugar de la cita, intentando hacerte el casual mientras el mundo pasa alrededor y tu esperas, esperas y-si eres un poco como yo- te malviajas y comienzas a imaginar un horrrendo accidente de tráfico o una retorcida historia de indecisiones. La angustia, sin embargo, cesa cuando miras a tu alrededor y de pronto los descubres (a veces más, otras menos dependiendo de que tan originales hayan sido para elegir el lugar de encuentro): cara de circunstancia, aire de nada, revisión compulsiva del reloj, el celular, el cabello. Son tus compañeros de penelopez, la comunidad efímera de los esperanzados, a la que perteneces en lo que no llegue tu viaje a llevarte a otro lado. Mientras tanto, tú y todos ellos estarán haciendo el recorrido lento, casual, de los alrededores, cual auténticos ventiladores con el botoncito apachurrado.

Cada que estoy en una de esas situaciones me encanta ponerme a ver a los vecinos esperanzados; intentar adivinar exactamente a quién esperan y sorprenderme cuando el susodicho llega y se ven sus caras cambiar, abrirse y ¡milagro! resulta que pueden hablar y sonreír, o en algunos casos, que son de la extraña especie de los prácticos, e iniciar una discusión urgente sin entrar en protocolos previos. La otra tarde, cuando esperaba a la Tat en Bellas Artes (lugar nada original y por ello muy entretenido) me puse a observar a la chica de al lado, que a todas luces era de la comunidad, como evidenciaba el paquete de galletas que sostenía sobre sus piernas, mientras torcía y destorcía compulsivamente su lacito. Ejem, claro, la chica además tenía bellas botas, bello abrigo, bellas piernas y un pelito rubio despeinado-pero-porque-soy-interesante, así es que no fui la única en fijarme en ella y al poco rato llegó un tipo con una cámara y le tomó fotos para no me acuerdo qué revista. Es que hay esperas que se vuelven fotogénicas.

Y bueno, mientras los otros se van salvando a tu alrededor, y ves sus caras metamorfosearse de sus defensas contra soledad hacia las caras de estúpida felicidad que todos los encuentros tienen (véanse si no las salas de llegada de aeropuertos y otras estaciones, tan llenas de amor contagioso), puedes pasar tu tiempo aún sintiendo complicidad con los que se quedan, apostando silenciosamente quién será el primero en salir o inventándote el capítulo previo que llevó a que estos recién encontrados de al lado se estén gritando a los 0.5 minutos de haberse visto, o el capítulo siguiente del encuentro de la chica linda y sus galletas con el ñango de traje que viene corriendo porque de seguro llegó tardísimo. Si es que me esperas a mi, ¿me los podrías contar cuando llegue?


JL

Empecé este post en mi cabeza, la mañana del miércoles, mientras iba brincando charquitos camino a mi reencuentro con Chapultepec. Normalmente iba a ser sobre bicicletas, pero buscando recuerdos tempranos de bicis en la vida llegué a aquel de cuando estaba en la primaria, y a la salida de la escuela pasaba a buscarme mi hermano en su bici. Me trepaba al cuadro y así nos íbamos bajo el solazo paceño, platicando quién sabe de qué.

Es que si los hermanos son por naturaleza una cosa muy fuerte en nuestras vidas, mi hermanito mayor ha sido desde siempre (y en ocasiones para mi desgracia) el infaltable modelo a seguir. Cuando yo estaba chica, bastaba con que JL lo propusiera, y no había cerro al que no me trepara o distancia que no me lanzara a nadar con él, aún cuando sabía que lo más probable era que iba a regresar hecha tiras, remolcada por su pierna en la nadada de regreso.

Las caídas más espectaculares en bicicleta fueron siguiendo sus excursiones, desde la vez que bajamos un cerro sin frenos y fui a embarrarme en las piedras hasta aquella otra, en que de regreso de una playa, alguien tuvo que avisarle a JL que había una niña tirada a la mitad del camino, inconsciente, por si la conocía y quería ir a recogerla. Del evento yo sólo recuerdo el sol, el calor y que de repente se me cayó mi gorra; después, agua en la cara y la voz de mi hermano preguntándome que cómo changos había acabado ahí.

Y bueno, es que yo muchas veces le agüe sus planes, como cuando tenía unos 4 años y llegó muy orgulloso a presentarme a su novia. Y una, niña inocente sin sentido de la discreción, va y le pregunta con auténtica sorpresa “Ah, ¿tienes dos?”. A la fecha no me lo perdona, y eso que ha tenido ya bastantes más que esas dos.

Aún así hay cosas que jamás dejarán de sorprenderme de él. Pertenece a la raza increíble de humanos a los que si dejas sueltos cinco minutos, puedes recuperar en la cocina de alguien, platicando y haciendo migas como si tal cosa, con una facilidad de agua. El colmo de ello fue una vez en el Cairo, cuando estábamos todos tirados en un hotel y mi hermanillo decidió bajar por agua o ya no me acuerdo qué. Volvió a los 20 minutos apuradísimo, pidiéndole prestados a mi cuñada sus pantalones limpios y a mi papá su cámara de video. El niño había hecho plática con unos egipcios que estaban abajo y así, de buenas a primeras, lo había invitado a una boda…musulmana. Tenemos aún el video, si si si.

De todos esos recuerdos, el primero, el que alguien más me pasó, es uno que creo que resume muy bien quién es mi hermanito mayor. Cuando nací, él tenía 13 años, y se saltó la barda de su secundaria con todos sus amiguillos vagos para llevarlos a conocer el renacuajo hinchado que era su nueva hermana. Hace 26 años de eso, y el miércoles, cuando me sorprendió con una llamada atrasadíiisima de cumpleaños, me alegré de haberlo pensado esa misma mañana. Pensé en todas las cosas que ahora amo y conozco gracias a él, en todos los golpes, en todas las noches de Carnaval en Mazatlán, en sus dientes chuecos y en cuando lo molestábamos diciendo que se parecía a Eduardo Palomo. Y volvía sentir el mismo orgullo idiota que me invadía cuando iba por mi en su bici y todas decían “¿es tu papá?” o “ay, que guapo está tu hermano”, y la misma añoranza de aquel día que se fue de casa para estudiar la universidad, cuando todos lo fuimos a dejar al barco, y nos contábamos –él desde cubierta, yo desde los pasillos elevados de la terminal- con lenguaje de señas cosas que sólo nosotros entendíamos, que seguiremos siempre entendiendo.

Yo tuve un stalkercito en la campiña

Pues bien, cuando se creyó que mi estancia en estas tierras del noreste tenía ya suficientes eventos como para llenar el argumento de una novela de las 5 (aunque ahora con la familia me he fletado la semana de Sortilegio y Cristo de las Naranjas, qué truculentas sus tramas) salió ahora sí ahora sí ahora sí Chayo, la cereza del pastel.

Estaba anoche a tempranas horas de la madrugada, tranquilizada después de una sesión telefónica de “Pregúntale a Tat” y ya terminando una última llamada con mi nena-gato cuando oí unas piedritas en mi ventana. En el momento no las pelé mucho porque ya había tenido una noche de paranoias cuando “me cerraron las puertas” y entré en el pánico más infantil del mundo, sólo para darme cuenta después de que el señor con cabeza de caballo anda más bien por el kínder, la mujer de blanco (muy guapa, según me dicen) se les sube a las gentes hasta la otra esquina y que, en general, mi sección del rancho está desprovista de ese tipo de presencias.

Terminé mi llamada famosa, llena de cursilerías bonitas e impaciencia (el martes llego, el martes llego el martes llegooooo) y antes de seguir tecleando, decidí recostarme un rato para “estirarme”…lo cual, obviamente, significa que planeaba procrastinar y quedarme dormida así nomás, sólo para despertar a eso de las 5 a poner la alarma y apagar la compu. Pero cuaaaaal, en esas estaba cuando oigo un “Pssst” por encima del ruido del ventilador. –Ok, mi paranoia de nuevo, en que estábamos? –Psst Me incorporo sobre la cama, mis sentidos comienzan a despertarse –Psst –Mierda, sí es real. Apago el ventilador antediluviano (hay que arriesgar un dedo a través de las protecciones para empujar las aspas cuando uno lo prende) y sigo sentada, oyendo hasta la sangre que corre por mis orejas. –Psst, Hola ¿¿¿Y este bato quién será???
Quién sabe como saco mi voz más digna y ofendida y le pregunto que qué quiere. Me sale con que es un muchacho (noooo, neta?) y que a lo mejor no me acordaba de él –Entonces no tengo por que abrir esa cortina, ya me voy a dormir, ¿puedes irte? –Bueno, si quieres mejor hablamos mañana –Ajá, sería más cómodo –Buenas noches pues –Mhm, que descanses

Oigo ruiditos que se alejan, me paro en chinga a apagar la compu, quitar las cosas de la cama, apagar la luz. No sabiendo aún que hacer, con nervios aún por el raro encuentro, me fijo bien en que la cortina esté cerrada. Verán, normalmente dejo sólo una partecita medio transparentosa corrida, para que el aire pueda entrar a este hornito de material (véase el post anterior). Ahora pienso en todas las veces que en la llamada a Tat o en la llamada al gato caminé de un lado a otro, en pijama, mentando madres, diciendo meloseces o brincando…¿cuánto tiempo llevará ese güey ahí? ¿Qué habrá visto/oído? Fuera de esa paranoia de mafioso, me asomo por el espacio entre cortinas y de repente lo veo. No muy alto, con una camiseta de rayas negras, parado junto al camión que estacionan justo atrás del cuarto, viendo hacia la ventana. La típica imagen del stalker, con un twist lagunero. Me quito de la ventana y me quedo tensa a un lado, apenas viendo, más bien oyendo todo, en mi dignidad de pijama de rayitas y miles de ideas a la vez. – ¿Y ahora? Puedo ir a acusarlo con la gente de la casa, puedo mejor irme a dormir al otro cuarto, ¿y si se queda ahí toda la noche? Ya no se oye nada…ahora sí…ahora no…En teoría no puede saltar la barda, sólo estar ahí, pero qué joda.

Después de media hora de escuchar, considerar y acechar, decidí acostarme, pero no dormir. El fulano, que igual y a esas alturas ya se había largado y estaba siendo representado en mi cabeza por los ruidos de los pollos, ya no podía ver nada y si me acostaba, tampoco escucharía, así que eventualmente se aburriría y se iría. Con todo, me quedé como una hora más con las orejas atentas, sudando porque no quise volver a prender el ventilador, y pensando en si debería o no de postear la experiencia. Cuando por fin dormí soñé con miles de teorías sobre la identidad del susodicho, y desperté ya tarde, como cruda, supongo que por la tensión.

El sábado fui de acusona con los de la casa, pero el stalkercuti ya no vovlió esa noche, tal vez porque por la tarde le quité el ladrillo que tan convenientemente había colocado enfrente de mi ventana, para asomarse mejor. Hoy es domingo y ya duermo en Torreón, y me alegro de haber escrito este post desde antes, porque si no, todo lo que tecleara hoy estaría inevitablemente bajo la categoría "malviajes"...Mugre Ítaca, ¿porqué parece tan borrosa?

Fuck modernity

Se que mi hermana odia la posmodernidad, pero a mi me caga, me recontracaga la modernidad. No se puede aún medir la joda que nos ha pegado el seguir ese ideal utópico de progreso, orden, civilización, todos construidos según un mismo modelo, como si las condiciones de vida en todo el planeta pudieran en algún momento ser exactamente iguales. No se me malentienda, me parece muy chido todo aquello como los Derechos Humanos, y demás ideales que buscan que en todas partes se tenga un mismo y satisfactorio nivel de bienestar, de seguridad y demás etcéteras pero, no mamemos: que todos los lugares quieran “modernizarse”-pavimentarse-urbanizarse-automatizarse me parece una soberana insensatez. Sobre todo porque en ese anhelo de ser iguales a los que ponen el modelo de civilización, la gente deja detrás todo lo que en algún momento fue precisamente la sabiduría que les permitía vivir chido en el lugar del que son. A ver, si el adobe es barato, térmico, aguantador (si le das mantenimiento)…¿qué anda uno haciendo construyendo casas de material que son un hornito? Bueno, ok, me van a decir que es más sólido, más resistente y demás, pero entonces, ¿eso mismo piensan los posmodernitos de la ciudad? Porque ahora resulta que en esta ciudad sale hiper-caro construir en adobe porque pues…es térmico y ecológico y tradicional y qué buena ondaaa no?
Es lo curado, lo irónico de nuestros tiempos. Lo que se usaba antes, tradicionalmente, se dejó por anticuado, porque era mucho más atractivo hacerlo todo a la moderna, con aparatos, los mismos materiales que en las ciudades, para, si se puede, un día ser como ellos, que tienen todo. Ajá, y luego va uno a la ciudad y resulta que ahora la gente que puede, elige hacerlo de la otra forma, porque la versión moderna resultó despersonalizadora, fría, cara, inconveniente. O sea que el mejor paso adelante resultó ser un paso atrás, por decirlo de alguna forma. Y los que se sienten atrás están todos apretujándose por llegar a un adelante que, en realidad, no existe. Uroboros.

Mitos

Un don del rancho me dijo hace poquito que el mundo es una bola, está dando vueltas, y la gente en él está también siempre dando vueltas.
Me gusta creer que en esas vueltas siempre pasamos por los mismos senderos, las mismas disyuntivas. El genio de nosotros, humanitos falibles y curiosos, es que de vez en cuando alguno puede saltar con una respuesta totalmente nueva a un problema, e inventarse un nuevo paso de sopetón. Pero fuera de esos atajos que tarde o temprano nos vuelven a llevar a algún otro camino conocido, me parece que llevamos milenios viviendo las mismas historias.
Por eso son tan fuertes los mitos e historias griegos, por ejemplo. En cada una de las historias se puede uno topar con cosas que aún ahora se viven, casi con los mismos sentimientos. Un personal favorito, por razones ya conocidas, es el de Creso, que más bien es una historia que sale en uno de esos paréntesis gigantes de Herodoto. Y viéndolo bien, a todos nos pasa: El hombre era un rey que alguna vez oyó en el oráculo que su hijo mayor moriría una muerte violenta, así que cuando vino la siguiente guerra, decidió sacarle la vuelta al destino y no dejar que su hijo fuera, para no arriesgarlo. Por entonces llegó al reino un monito cuyo nombre no recuerdo, sólo que significaba “Inevitable” y pidió asilo. El rey luego luego lo puso de guardaespaldas de su hijo, y en una de esas, cuando andaba el pobre hijo aburrido de caza, pasa…pues precisamente lo inevitable. El guardaespaldas mandó un lanzazo a alguna presa y mató al hijo. La moraleja? No se puede huir del destino, porque a veces en los mismos pasos que tomas para evitarlo, tú mismo vas a caer.
Otros rostros griegos que uno se topa cotidianamente son los de Pigmalión, que se enamoró de la escultura que él mismo creó; Odiseo y Penélope, en ese larguísimo juego de ausencias y esperanzas; Orfeo, cuya música aplacaba a las fieras (quiero sus discos) y que bajó al inframundo para recuperar a su mujer; Ícaro, que valió madres por querer alcanzar el sol; la hija de Démeter que no me acuerdo cómo se llamaba pero que ya no se pudo salvar del inframundo porque, por curiosa, se le ocurrió comerse una uvita que vio por ahí (pequeños actos, grandes consecuencias). Si tuviera tiempo y habilidad, haría un test de Facebook que se llamara “¿Qué mito griego eres?”

Karma police

Pues si, parece que uno es una ardilla en un gran tubo de destino irónico, y que las semillas que escupes tarde o temprano acaban embarrándosete en la nuca, ante las risas sardónicas de todo el kit de deidades y demonios que, seguro, asisten a este tipo de historias con palomitas de infieles acarameladas.

Es jueves, juegan los putos pumas y yo no puedo ver una camiseta del equipo ni nada por el estilo porque el partido de hoy es para mi el emblema del destino que, sí, señoras y señores, siempre nos alcanza.

Yo no fui buena, noo, no; si el 2007 fue el año de la vanidad y la belleza, el 2008 acabó siendo, por múltiples razones, en año en el que descubriría la oscuridad, ese de repente darte cuenta de la clase de demonios que pueden treparse a tus hombros y de concluir -muy probablemente con un trago de algo fuerte en la mano- que no hay límites para la oscuridad que nos habita.

Pues bien, 2009 es el año de los huevos...ok, de los ovarios, de aguantarse y amarrarse y ser consecuente con la clase de situaciones absurdas y dolorosas en las que uno se mete, desde una chamba de oficinista-traidor-al-medio-ambiente combinada con niñera-de-psicóticos-burgueses, pasando por un mes y medio en el...ejeem ...poco agraciado estado de Coahuila. Pero la cereza del pastel (madre mía, y estamos apenas a mayo) bien puede ser esta tarde, estas semanas, este oír y oír a José Alfredo, combinado promiscuamente con Jean Leloup, The Gossip, Banda el Recodo, Louise Attaque y básicamente todo lo que haya en la lista para echarse con música de fondo un buen entre imaginario con el estúpido monstruo de los ojos verdes...si hay algún lector a estas alturas del dramático partido (el mío con el monstruo, no el de los pumas), se aceptan y agradecen sugerencias.

PD. La karma police anda bien pilas, personas, sean buenas, créeeanme!!!

cuentitos del rancho

Me han contado un chorro de cuentos en el pueblo. El mejor de la semana pasada fue el del viejito nostálgico del pasado cardenista, que era alumno de una especie de Hogwarts para agrónomos; mañanas intensas en educación militar y física, desayunos que se antojaban, clases interesantonas y luego trabajo en la parcela...y luego sacas!! que le queman la pierna y allá van los dos años que le faltaban de escuela, y en realidad todo su futuro, porque pues la vida evidentemente le cambió. Oyéndolo hablar ahora, con toda la emoción y el entusiasmo del mundo alplaticar de sus años allí, y luego con un tono que baja más mientras se acerca al presente, no queda duda de que recordar es volver a vivir.

Luego me contaron las clásicas historias de miedo, que no escribiré porque es de noche ahora y soy la cosa más coyona del mundo. Sólo mencionar que hay desde la clásica persona con cabeza de burro hasta el siempre presente caballo, el niño juguetón y la mujer vestida de blanco, hermosa por supuesto. Qué rollo con eso? y si eres un muerto que quiere ser fantasma pero se rehúsa a usar el blanco? O también podríamos reivindicar a las mujeres feas que quieren ser fantasmas, porqué no?

La cereza del pasel fue una venerable señora, dirigente del grupo de danza del lugar, que después de enseñarme cómo era que sus muchachos le bailaban a los santos vestidos con carrizitos y penachos, me contó de un ritual algo más intenso: los pleitos en familia. Ella, que ya es abuela, forma equipo con su hija, su hijo y sepa dios quién más para agarrarse a varazos, navajazos y golpes limpios con las familias que han ofendido su honor. Muy corso todo, muy de mafia italiana.

Los niños del pueblo me dicen "señora", los de la casa me enseñan a bailar el trompo y yo pruebo una vez más que soy mala como pegarle a dios en semana santa en esas ondas. Mi regalo de cubo de rubik de a $10 tuvo un buen efecto en ellos durante unos días, pero luego, inevitablemente, al cubito se le fueron cayendo los colores y ahora quién sabe dónde quedó. Ni modo, a ver qué les llevo uno de estos días, lo que sea para despegarlos de las novelas! Roberto Palazuelos haciendo cara de maldito con su bronceado de cama solar es un poco demasiado para digerir con los frijoles todos los días, aunque nunca dejaré de reírme en los momentos en los que les pega el airecito a los personajes de La Rosa de Guadalupe...y bueno, el niño mediano cantando "somos las divinas" y bailando la coreografía completa no es ni triste ni feo, solo, probablemente, el inicio de alguna muy interesante historia en años futuros.

Metasandeces

Es domingo por la noche, estoy sola en una casa de ladrillos desde donde se escucha Portishead quedito, quizás el vecino esté poniéndose seductor o relajándose antes de comenzar la rutina mañana. Momento! Ahora escucha a Ely Guerra en versión cursi, y claro, mañana no hay rutina porque es el fin del mundo, o el comienzo del gran complot, ya no lo sé. Acá en el norte, aparte de uno que otro cubrebocas, no hay mucha paranoia aunque claro, sí hay ley seca de todos los domingos.

Hoy por la mañana me dio raite una chica que no podía entender cómo alguien querría pasar más de una semana lejos de sus papás; por la noche tuve un altercado con un contingente de hormigas rabiosas, y poquito antes atestigué como SaSa se emborrachaba con tan sólo medio jarrito de michelada (es que bueno, en las marisquerías no aplica esa ley, sobretodo si esta tarde juega El equipo) y se ponía a recordar las fiestas de la universidad y a sus antiguos pretendientes, todo enfrente de su marido, que se sabía los nombres e historias de todos. El mundo acá es raro.

...

Me tardo siglos pensando en qué gastaré las siguientes líneas. Es un post vil que nadie leerá, y sin embargo me presiona porque es el primero, y quiero comenzarlo bien. Podríamos recurrir a la vieja táctica de poner una cita mínimamente inteligente para dejarme de cuestiones, o ya de plano usar el blog nuevecito de paño de lágrimas y contar que mi imaginación tiene el peor humor del mundo y que en estos momentos me temo que si volteo hacia la puerta veré a un espectro azul, a la abuelita de Villa o a SaSa indignada, preguntándome porqué changos no estoy ya en mi comunidad.

Ya voltée (¿así se escribirá?), no se ve ni madres. Leía a Ricci; leo a Miss P, a Gina Tost, a Plaqueta casi religiosamente. Ésta última, según leí hace poco, es toda una blogstar, con no sé cuantos millones de entradas. Ya van dos veces que me la topo, pero por más que la admire pienso que en la vida le pediría un autógrafo...
¿Y si cuando voltee ellas están ahí, partiéndose de risa por la cuchez de mi primer intento? El vecino ya no pone musiquita y yo, entre luchar por sacar la canción de "el Sapito" de mi cabeza y pensar en cuánto extraño el defe, me acuerdo de un letrero para un lugar que vi en la carretera la semana pasada: "Casa de Villa. Carnitas, Museo, Cheves, Música". O wooow, ¿qué más le puedes pedir a un lugar?

A decir verdad, el norte puede ser entretenido.