hablar con extraños

Lo conocí subiéndome al bus que me llevaría del Colegio de México a casa, tras una jornada medianamente productiva en la que, muy a mi pesar, empecé a fraguar mi propia OVACH (Pregúntenle a Chayo). Al subir al camión hubo un instante de decisión: la ruta no iba a Universidad sino a Chapultepec. Un segundo, segundo y medio, decisión tomada y las monedas se resbalaron por la maquinita del operador. Segunda decisión: dos asientos libres y uno más hasta el fondo. Junto a uno de los libres estaba sentado un señor (señorcito, diría la Ush), con pantalones negros remendados, bolsa enorme del mercado y aspecto general de vago simpático. Lo dudé un segundo más y luego me senté junto a él, en el asiento de la ventana. Es curioso cómo las pequeñas decisiones que se toman en segundos pueden llevarte a cambiar tanto una tarde.
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Fulgencio Rayón es de un pueblo de Guerrero y a los 9 años decidió que se quería venir a pasear a la ciudad, le gustó la vida y se quedó, dedicándose a trabajar con un cortinero, con un soldador, con algo del mármol y sepa dios en qué más lados. Después logró entrar a Luz y Fuerza y aprendió "la electricidad", oficio que le sirve aún ahora que está jubilado y la gente lo va a buscar a su casa para arreglos que sólo pude entender como volarse la corriente de los postes. Hoy llevaba un motor de licuadora y no se qué mas cosas en su bolsota de mercado, e iba al centro para arreglarlas, contándome siempre de lo importante que es tenerle paciencia a las cosas y arreglarlas, en vez de sólo botarlas, sin saber que con un cablecito aquí y una lijada acá ya pueden quedar como nuevas. También me fue contando de su casa, que es una estructura de nylon en un lote en el sur, lleno de plantas y con un perro llamado Canelo al que tienes que llevarle un pan como ofrenda cada que vas a visitarlo. La lluvia nunca entra a su casa porque él habla con la naturaleza, y desde hace cinco años aprendió a pedirle que no le llueva más de lo necesario. Lo necesario siendo el agua que él almacena y consume diario, porque me cuenta que ya no paga el servicio de agua de la colonia, que es muy caro y además no funciona.
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Fulgencio, con su piel morena arrugadita, su pelo entrecano peinado hacia adelante y unos ojillos que me recordaron todo el tiempo a los de mi abuela olvidadiza, es capricornio por dentro y por fuera, lo cual, me dice, es una cosa poco común, porque no todo el mundo nace tan centrado. Yo le dije que era géminis, y entonces me respondió que entre lo que podía ser interiormente estaba capricornio, leo y cáncer. Ése último me gustó, porque me dijo que era un signo que me haría trabajar todo el tiempo, necesitar el movimiento no tanto por la cuestión económica como por el hecho de estar en activo, haciendo siempre algo. A Fulgencio le gusta mucho estudiar de todo eso, hablar con los ángeles y aprender él solo cómo curarse de los dolores que el trabajo le da; y claro,si tuviera a alguien -me cuenta- también lo protegería, porque eso hace la familia y todas las personas que te quieren.
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Iban pasando estaciones de metro y metrobús y yo posponía mi bajada sólo por seguir escuchando a este personaje tan extraño, que con tanta facilidad conversaba con una total desconocida sobre sus amigos, su trabajo, su gusto por la música jarocha y Violeta Parra y cómo es divertido estar trepado en los postes, en lugar de estar ante la computadora en alguna oficina.
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Bajamos en Chapultepec y todavía se fue contándome cosas en el camino al metro, y aún en el vagón atestado de gente que lo veía raro, con su ropa remendada y su olor un poco rancio. Llegó mi parada, nos dimos la mano, deseándonos buena tarde y se fue, llevándose consigo mi angustia por el pésimo timing de tantas cosas que pudieron haber sido geniales y toda la impotencia ante los proyectos frustrados en un país que se está cargando el pintor, por decir lo menos. Perspectivas. Qué viaje es siempre el asomarse al mundo de los otros.

regresos

Es domingo por la noche y vengo manejando por el Periférico, mi antiguo mejor amigo en la ciudad (más bien porque era el único, ahora les manejo el paquete que incluye Insurgentes, Cuauhtémoc, Eje Central y ahi muere, lo demás se hace amigable con ayuda de GPS, taxistas y taqueros). Regreso en tiempo post-hora nacional de casa de mi hermana, a la que fui a dejar a la hermana república de Izcalli como producto de un trueque Raite-Rayuela que la flojita muy inteligentemente me propuso por la tarde. El tráfico está tranquilo y voy oyendo mi música de abuelita cuando ¡sacas! a media bajadita junto a las torres de Satélite empieza un mini-embotellamiento y yo recuerdo con un poco de temor la historia de hace unas semanas, en la que tardé dos horas en llegar a casa y me perdí como no lo había hecho en meses.
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La cosa es que esta vez, en vez de entrar en ataques de pánico, ira o similares, volteo al asiento del copiloto y con un roce rápido de los dedos reacomodo mi precioso cargamento: dos libretitas gastadonas y muy paseadas; una estilo pubertoide, con florecitas y candado de utilidad simbólica, y otra más vintage, con el elástico roto y un tacto que me hace sonreír mientras el camionsote azul del carril de al lado insiste en cerrarse y no dejar pasar. Son mis pensieves (fan de Harry Potter, qué), mejores souvenirs de viajes que cualquier camiseta o llavero cursi, verdaderos pedazos del tiempo que lograron quedarse congelados entre las arañitas que son mis letras y una que otra hoja seca, boleto de avión o mancha de comida.
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Precisamente por ellos es que vengo regresando a estas horas, porque una vez sacados de la caja en lo que alguna vez fuera mi clóset, me puse a hojearlos y a leerle a mi hermana fragmentos de nuestro viaje en tren, con lo que se nos fue el tiempo acordándonos de detalles que se nos habían ido: Florian el enfadoso, el Kelp gigante al borde del mar, los innumerables pollos de la paz, los mareos de la andaluza y demás imágenes que ahora me rodean, tejidas todas en una sábana de nostalgia.
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Ahora el tránsito se ha hecho más fluido, sólo que cerraron de nuevo la entrada a Río San Joaquín y ahi voy, de nuevo hasta la hermosa entrada que es Reforma, con su camellón todo iluminadito en el que creo que sigue la exposición de campanas. No me fijo, claro, porque vengo haciendo memoria del otro contenido de las libretas: viajes y más viajes, enamoramientos épicos, personajes bizarros. Doy vuelta junto a una Diana mojada por aguaceros a deshoras y una punzada en el estómago me recuerda la razón por la que una de esas libretas tiene florecitas y aspecto tan cursi: no tenía muchas opciones y era una emergencia.
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Estaba en Sevilla y apenas hacía unos días me habían robado, cual vil novato, mi mochila de mano. Mochila que contenía, claaaaro, el boleto de regreso a México, pasaporte, tarjetas, cheques de viajero, mapas, un silbato de cartero, mi cámara y un rollo usado (Coimbra, jamás te veré), medio paquete de galletas y, horror de horrores, mi diario azul. La inversión de recuerdos de los tres meses anteriores -comidas pantagruélicas con los Jarno y gandalleces maravillosamente mexicanas con Ricardo y Rebeca incluídas-, perdida en el tiempo que uno dice "telefónica", y abandonada después, seguramente, en algún basurero madrileño. Aún lo pienso y me duele, es como si alguien hubiera tirado a la basura un pedazo de esa lela súper ingenua que yo fui a los dieciocho años, y con ello también a todos los nombres, todos los rostros que me crucé en el camino y que me regalaron su tiempo, sus historias, sus trucos inmejorables para ser viajero sin varo y no morir en el intento. Ahora sólo me vienen a la mente los mexicanos de Brujas, que se robaban el pan y las cosas del desayuno para hacerse tortas para el resto del día, o los árabes de Viena que le ponían jabón a los boletos del metro y así podían usarlos varios días seguidos sin marcar el papel.
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Por fin en la esquina de la casa. Me estaciono, meto el cargamento al bolso del abrigo y le "quito los brillos" al auto (chairo-estrategia anti-robo cortesía del Borja, prometo explicarla luego) para que mañana pueda seguir ahí. Una parte de mí suspira relajada una vez que la puerta de los edificios se cierra detrás de mí, y otra parte ve con rencor ese cacho de suelo en el que en enero quedé tirada un buen rato, cortesía de mi rodilla huelguista. Me acuerdo de Sevilla ahora. Una vez recibido mi pasaporte permanente (qué bonitos los consulados de casa, qué bonitos), me volví a mover, pero no aguanté más de una ciudad sin sentir que me picaban los dedos y que necesitaba un lugar donde digerir la realidad que iba llegando. Así que ahí estaba: El Corte Inglés, cancioncitas de navidad por todos lados y yo eligiendo entre el de las flores amarillas y enormes o el de las rositas discretas...qué remedio, hay que seguir escribiendo, con que no sea ese de allá que tiene osos sonrientes...
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Las pensieves de ahora se han puesto más discretas: primero una negra cubierta con calcas robadas de la calle; luego una roja, pura todavía y apenas empezada, más llena de girl-drama que de viajes (y no sé si decir qué pena, o qué bueno o así es la vida). Ya llegué a casa, fuera zapatos, vengan lentes viejitos. Son casi las dos de la mañana y tengo hambre. En cuanto acabe de escribir esto me voy a ir a comer un viaje antiguo. Es que son como el mole: recalentados saben mejor.