dispersa

Quiero escribir un post, juro que quiero hacerlo, para no dejar esta paginita abandonada tanto tiempo, pero por el momento mi cabeza es una gran ensaladera en la que se revuelven tareas pendientes, nuevas y adoradas lecturas y claro, el aderezo de emociones contradictorias ya tradicional en las recetas de la casa.
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¡Momento! Hay algo nuevo, que quizá les pueda contar.
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Hoy, 4 pm, voy ya de salida del museo, después de hacerme bolas porque aún no entiendo al "héroe" del momento (interrupción: voy a checar el arroz...le falta sal, quedó rarito, esto es como andar en bicicleta: no se olvida, pero se pierde la maña), después de toparme con un tipo sospechoso que me pidió una cooperación "voluntaria", hago mi mini trayecto y aterrizo, como todos los días, en Insurgentes. El corazón se me acelera como todas las veces al cruzar la puerta giratoria de barrotitos, una manifestación discreta de una de esas fobias bizarras, como la de aquella chica que no soportaba las superficies porosas, o la de mi hermana, que se pone mal cuando ve algún originalísimo juego de palabras del estilo de aconsej-arte, decor-arte y etc.
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Salgo al nublado grisáceo sobre la glorieta; esta vez no hay emos y aún es demasiado temprano (en el día y en la semana) para el desfile de parejitas gay que se besuquean y me sacan, sin falta, una sonrisa que oscila entre el orgullo comunitario y la envidia, ésa sí, muy individual. Bajando del vagón, una chica me ha pisado los talones y su gesto de disculpa ha sido tan bonito que se me queda grabado que ha tomado la misma salida que yo, y por todo el camino jugamos a andar cada quien por su banqueta, al mismo ritmo. Esos encuentros con desconocidos, que nunca llegan a nada y se disuelven en el momento en el que los caminos divergen, son de las cosas más cucas de vivir en la ciudad...en ésta y en todas, por supuesto.
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La chica se va por otro lado y entonces yo volteo hacia abajo y veo unas leves manchas en mi blusa, dibujando una línea medio recta. Recuerdo que me duele torcer demasiado el torso (que irónico), y entonces sonrío como idiota. Bajo la blusa está un plástico, bolsa biodegradable recortada ad hoc a falta del ya clásico plástico-de-envolver-carne de súper; bajo ese plástico, una capa transparente de pomada de nombre extraño y debajo, adentrándose más con cada minuto que pasa, está lo nuevo.
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Del largo de mi mano, en un color rojo que ya me amenazaron que se volverá rosa mexicano por unos días, el nuevo dibujo se va adecuando a mí y yo a él; nos observamos a través del espejo varias veces al día, vigilando constantemente la sanación de la herida que nos hizo conocernos. Fueron un par de horas de concretar el encuentro, horas en las que pasé por todos los tips y trucos de concentración que me sonaran medianamente cuerdos. Desde el platicar como si nada, pasando por el de cerrar los ojos e ir a un lugar feliz, hasta el muy masoquista consejo de mi Sifu: abraza al dolor, el dolor es tu amigo, si no duele, no trabaja.
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La tarde de ayer lamenté muchas veces mi insistencia en ponerle cola, y el tino que hizo que esa cola quedara exactamente en mis costillas. Cuando la aguja pasa por esos puntos, se siente toda la caja toráccica vibrar, y el dolor es como líneas de luz que llegan hasta los órganos internos (ya estuvo el arroz; comido en la receta de estudiante uruguayo que la buena de Fera me dió hace mucho...no hay nada más bonito que recordar a las personas a través de sus recetas). Pero bueno, tiene ya cola, y patas, y orejas, y el todo bañado con una capita de vitamina D que hizo que hoy despertara a las 4 de la mañana, con la ropa pegada a la piel y una mancha rojiza en la sábana. De ahí, claro, la urgencia de envolverlo en una bolsa destazada.
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El punto es que está aquí, y va a estarlo por mucho rato más, así que más vale empezar a aprender de él y dejar la conejez de lado, sin prisa, pero sin pausa. Y para empezar a ser congruentes, el dibujo y yo (que somos uno), nos vamos a hacer tareas, esperando que pronto, pronto, logre escribir por acá algo más decente.

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